Arturo Zárate Ruiz[1]
Recibido: 07/09/2022
Aceptado: 10/12/2022
Resumen
En este trabajo se estudian algunos estereotipos denigrantes contra el mexicano proferidos por algunas personas de quienes no se hubiera esperado: escritoras con agenda feminista y liberal, ambientalistas y defensores de los derechos de los trabajadores, promotores entusiastas del desarrollo de la frontera entre México y Estados Unidos, entre otros. Se identifican además algunas explicaciones sobre la estereotipificación, entre otras, las que, falsificando la historia, perpetúan el prejuicio y justifican agresiones de un grupo contra otros a quienes considera distintos.
Palabras clave: prejuicios inesperados sobre el otro, agresión racionalizada, invención del enemigo.
Abstract
This paper studies some denigrating stereotypes against the Mexicans uttered by some people who would not have been expected: writers with a feminist and liberal agenda, environmentalists and defenders of workers’ rights, enthusiastic promoters of the development of the border between Mexico and the United States, among others. Some explanations about stereotyping are also identified, among others, those that, by falsifying history, perpetuate prejudice and justify attacks by one group against others whom it considers different.
Keywords: unexpected prejudices about the other, rationalizing aggression, inventing the enemy.
Ya han transcurrido muchas décadas desde que, en 1964 con el Acta de Derechos Civiles, el Congreso de Estados Unidos prohibió la discriminación por motivos de raza, color, religión, sexo u origen nacional (OASAM, s. f.) Es vieja, también, la advertencia de colectivos académicos, como la Asociación de Psicología Americana sobre el racismo:
El racismo es una forma de prejuicio que supone que los miembros de las categorías raciales tienen características distintivas y que estas diferencias hacen que algunos grupos raciales sean inferiores a otros. El racismo generalmente incluye reacciones emocionales negativas hacia los miembros del grupo, aceptación de estereotipos negativos y discriminación racial contra individuos; en algunos casos conduce a la violencia.
La discriminación se refiere al trato diferencial de los miembros de diferentes grupos étnicos, religiosos, nacionales o de otro tipo. La discriminación suele ser la manifestación conductual del prejuicio y, por lo tanto, implica un trato negativo, hostil e injurioso hacia los miembros de los grupos rechazados (American Psychological Association, 2008).
Las Naciones Unidas ya han advertido contra el discurso de odio, al cual definen así: “cualquier tipo de comunicación oral, escrita o conductual, que ataque o utilice un lenguaje peyorativo o discriminatorio con referencia a una persona o un grupo sobre la base de quiénes son, es decir, sobre la base de su religión, etnia, nacionalidad, raza color, ascendencia, género u otro factor de identidad” (United Nations, s. f.). En Estados Unidos se ha prohibido ya el acoso a grupos discriminados como consecuencia del racismo: “El acoso puede incluir, por ejemplo, insultos raciales, comentarios ofensivos o despectivos sobre la raza o el color de una persona, o la exhibición de símbolos racialmente ofensivos. Aunque la ley no prohíbe las burlas simples, los comentarios improvisados o los incidentes aislados que no son muy graves, el acoso es ilegal cuando es tan frecuente o grave” (EEOC, s.f.).
Sin embargo, casi 60 años de ordenanzas y prevenciones contra el racismo no impiden las expresiones antimexicanas de norteamericanos que todavía lucran política y ostensiblemente con el racismo. Lo hizo en 2015 Donald J. Trump al iniciar su campaña por la Presidencia de Estados Unidos: “Cuando México envía a su gente, no envía lo mejor […] Están enviando personas que tienen muchos problemas y nos traen esos problemas a nosotros. Traen drogas. Están trayendo crimen. Son violadores” (Trump, 2015: párr. 9).
En 1997, Thomas A. Constantine, Administrador del Drug Enforcement Administration en Estados Unidos, responsabilizaría directamente a los narcotraficantes mexicanos inclusive de los asesinatos y abuso de las drogas en pueblitos como Rocky Mount en Carolina del Norte, no se diga de los que ocurrían en Los Ángeles, Nueva York y Chicago (Constantine, 1997). Aunque no ganó la Presidencia en 1992, el 11 de octubre el candidato independiente Ross Perot llegó en algún momento a tener el apoyo de 47% de los votantes, según la encuesta Gallup, muy por encima del republicano Bush y del demócrata Clinton (Newport, 2004). Perot entonces se oponía al Tratado de Libre Comercio, que entraría en vigor en 1994, y conquistó el apoyo de muchos norteamericanos con expresiones como ésta, refiriéndose a los mexicanos: “Las personas que no ganan dinero no pueden comprar nada” (DaPalma, 1993).
Podría decirse que ni la mera legislación ni pronunciamientos académicos pueden borrar de inmediato actitudes añejas en un pueblo. Así, Olivia B. Waxman recuerda que los prejuicios antimexicanos en Estados Unidos son viejos, a punto, dice ella, que “es difícil encontrar una política a principios del siglo XX que no estuviera contaminada por el racismo" (Waxman, 2019, párr. 18). Ofrece el ejemplo de las políticas antiinmigrantes que atribuyeron entonces a los mexicanos el problema de las drogas de los norteamericanos: “Emily Dufton […] cita un informe del Departamento del Tesoro de 1917 que señaló que su principal preocupación era el hecho de que “los mexicanos y, a veces, los negros y los blancos de clase baja” fumaban marihuana por placer, y que podrían dañar o agredir a las mujeres blancas de clase alta mientras se encuentran bajo su influencia” (Waxman, 2019: párr. 10).
Waxman también señala:
Harry Anslinger, jefe de la Oficina Federal de Estupefacientes de 1930 a 1962, testificó ante el Congreso en apoyo de la prohibición de la marihuana, y citó una carta que recibió del editor de la ciudad del Alamosa Daily Courier en Colorado: “Me gustaría poder mostrar a usted lo que un pequeño cigarrillo de marihuana puede hacer a uno de nuestros residentes degenerados de habla hispana. Por eso nuestro problema es tan grande; el mayor porcentaje de nuestra población está compuesto por personas de habla hispana, la mayoría de las cuales [sic] tienen un bajo nivel mental, debido a las condiciones sociales y raciales” (Waxman, 2019: párr. 13).
Así, John Calvin Box, representante texano en el Congreso estadounidense, impulsó en tiempos no sólo de estancamiento económico, también de la Gran Depresión, políticas contra la inmigración de mexicanos a Estados Unidos y aun su expulsión masiva (Digital History, 2021). En un discurso de 1928 afirmó:
Otro propósito de las leyes de inmigración es la protección de la raza estadounidense de una mayor degradación o cambio a través del mestizaje. El peón mexicano es una mezcla de campesino español de sangre mediterránea con indios de baja categoría que no lucharon hasta la extinción, sino que se sometieron y multiplicaron como siervos. En eso se fusionó mucha sangre de esclavo negro. Esta mezcla de español de baja categoría, indio peonizado y esclavo negro se mezcla con negros, mulatos y otros mestizos, y algunos blancos lamentables, que ya están aquí. La prevención de tal mestizaje y la degradación que causa es uno de los propósitos de nuestras leyes que la admisión de estas personas tenderá a derrotar [...]
Mantener alejados a los analfabetos y enfermos es otra parte esencial de la política migratoria de la Nación. Los peones mexicanos son analfabetos e ignorantes. Debido a sus hábitos y condiciones de vida insalubres y sus vicios, están especialmente sujetos a la viruela, las enfermedades venéreas, la tuberculosis y otros contagios peligrosos. Su admisión es incompatible con esta fase de nuestra política (Box, 1928).
Ahora bien, cabe notar que estos prejuicios añejos no sólo los expresan tipos como Trump, quien, sin ninguna vergüenza, los aprovecha para conquistar el apoyo de los votantes racistas que aun abundan. Estos prejuicios se han dado desde hace tiempo y pueden subsistir ahora en quienes se presentan o han presentado como amigos de los mexicanos, o parecen expresar simpatía hacia ellos, o, de atender asociaciones ideológicas o políticas o aun económicas, en quienes podría esperarse que sean enemigos de la discriminación.[2] Lo hacía, por ejemplo, el vicepresidente Harry S. Truman, compañero del promotor de la “buena vecindad”, el presidente Franklin D. Roosevelt. Truman se refería a México como “Greaserdom”, o “dominio de los grasosos” (Hunt, 2017: 67). Roosevelt mismo creía que “entre los pueblos del mundo, hay menores que necesitan tutores” (Hunt, 2017: 66), y se burlaba de los latinoamericanos porque “se creen tan buenos como nosotros” (Hunt, 2017: 44). En 1848, en plena ocupación del ejército norteamericano de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, Helen Chapman expresó su compasión por los mexicanos, tratados por sus nuevos dueños como bestias de carga; criticó a los terratenientes mexicanos por explotar a sus peones como si fueran sus esclavos, y cuestionó la guerra de Estados Unidos contra México (Chapman, 1992: 18, 296), todo lo cual sugiere lo que hoy se identificaría como “conciencia social”, es más, su simpatía hacia este último país. Con todo, su oposición a la guerra y ocupación norteamericana consistía en considerar que la incorporación de México a Estados Unidos sería tan mal negocio como hacer los franceses de Argelia una colonia (Chapman, 1992: 18, 24). Un ejemplo preliminar más: si se consideran corporaciones que se han hecho ricas vendiendo productos “mexicanos”, Taco Bell prometió alguna vez a sus clientes anglosajones premios no en dólares, sino en pesos, para “bromear” sobre una supuesta insignificancia de nuestra moneda (Hill, 2008: 136).
En este trabajo se estudian algunos estereotipos denigrantes contra el mexicano como “miserable”, “sucio”, “delincuente”, “flojo”, “ignorante”, “inmoral”, “vicioso”, “voluptuoso”, “inútil”, proferidos por algunas personas quienes no se hubieran esperado, en distintas épocas, que los dijesen: escritoras de ficción con agenda feminista y liberal, ambientalistas y defensores de los derechos de los trabajadores, pioneros entusiastas del desarrollo de la frontera entre México y Estados Unidos, entre otros. Se identifican previamente algunas explicaciones generales sobre cómo la conducta de estereotipificación se da en la medida en que un grupo no se identifica con otro; en especial, se observa que algunas formas de estereotipificación contra los mexicanos descansan y se perpetúan tras falsificar la historia. Entonces, se analiza cómo se presenta el prejuicio inclusive, según los casos estudiados, en quienes parecen o se dicen “amigos” de México, y cómo, en ocasiones, la expresión del estereotipo coincide con agresiones amplias contra los mexicanos.[3]
Conviene identificar algunas explicaciones generales acerca de la estereotipificación. Zaytoen Domingo considera la estereotipificación como algo parecido a una generalización. También dice que, como esta es una respuesta a la necesidad humana de categorizar los hechos para poder pensar en ellos pues es imposible ponerle una etiqueta, un nombre particular, a cada cosa singular (Domingo, 2020: párr. 5).
Charles Da Costa considera que la estereotipificación se da en muchos medios de comunicación porque las simplificaciones facilitan la recepción de un mensaje por un público buscado, pero poco sofisticado. Según lo cita Steve Rose:
Con respecto a las representaciones de etnia y tipo epidérmico, la animación familiar a menudo se encuentra en un aprieto. Consciente e inconscientemente sopesa las obligaciones financieras con las morales, luego inconscientemente opta por los valores predeterminados de representación “seguros”: los estereotipos (Rose, 2014: párr. 9)
Según Melinda Jones, la estereotipificación responde muchas veces a percepciones sobre la distribución de las poblaciones. Señala que “las creencias estereotipadas sobre los hispanos y los blancos se derivan en parte de inferencias sobre la distribución de los dos grupos en diferentes roles y niveles jerárquicos” (Jones, 2010: 469). Que se distingan grupos diferentes implica, en cierto modo, una estereotipificación del grupo propio para distinguirlo de los demás, como lo hace, por ejemplo, Samuel P. Huntington al pretender describir a los ciudadanos de su nación:
El hablar inglés, el ser cristiano, el concepto inglés de la autoridad de la ley, la responsabilidad de los gobernantes y el derecho de los individuos; y los valores disidentes del individualismo y la ética de trabajo protestantes, y la creencia de que los humanos tenemos la habilidad y el deber de intentar crear un Cielo en la Tierra, una “ciudad en la montaña” (Huntington, 2004a: XVI).
En cualquier caso, Zaytoen Domingo advierte que no se debe hacer de ninguna categorización herramienta de exclusión, ningún instrumento para convertir a una persona o a un grupo radicalmente en un “otro”. Se deben evitar, señala, generalizaciones apresuradas y simplificaciones que finalmente estereotipen a quien ya de por sí han excluido, estereotipificaciones que promuevan el prejuicio y la discriminación, y eviten el conocimiento real de las culturas (Domingo, 2020: párr. 7).
De darse la exclusión, ésta se agrava cuando en la invención de la identidad del grupo propio se recurre a la construcción de un enemigo. Si en comunidades bien definidas y fuertes, la identidad se genera por una historia y una cultura compartidas (Tönnies, 2001), en comunidades con una endeble afinidad entre sus miembros se intentará su definición no por sus propias características sino, según propuso el nazi Carl Schmitt, con base sólo en la creación de ese enemigo (Balakrishnan, 2002). Que Donald J. Trump invitase a hacer América grande de nuevo con muros y otras barreras contra los mexicanos es un ejemplo de este cuestionable esfuerzo. Es como si los griegos no pudieran pensarse a sí mismos sino como enemigos de los troyanos, y nada más.
En particular, Martha Bireda considera que los prejuicios sobre los mexicanos responden a un esfuerzo de los angloamericanos por racionalizar las injusticias que han cometido contra aquéllos:
Los estereotipos se crean para justificar o racionalizar el tratamiento de los grupos objetivo. En este caso, el estereotipo del mexicano como “ajeno” y “raza inferior” justificaba el Destino Manifiesto; se santificó la toma de tierras de México. Cuando esto ocurrió, los terratenientes mexicanos fueron desplazados y los mexicanos fueron explotados como mano de obra barata (Bireda, 2017: párr. 2).
Estereotipos sobre los mexicanos, como los de Samuel P. Huntington, parecen responder a estos eventos históricos. Entonces, los mexicanos no sólo serían distintos al común de los americanos, serían también una amenaza para ellos:
Ningún otro grupo inmigrante de la historia de Estados Unidos ha reclamado para sí o ha estado en disposición de formular una reivindicación histórica sobre una parte del territorio estadounidense. Los mexicanos y los mexicanoamericanos, sin embargo, sí que pueden plantear (y plantean) tal reivindicación. Casi la totalidad de Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah formaron parte de México hasta que los perdió como resultado de la Guerra de la Independencia Tejana de 1835-1836 y la Guerra Mexicano-Americana de 1846-1848. México es el único país que Estados Unidos ha invadido, llegando incluso a ocupar su capital (apostando a los marines en los llamados “salones de Montezuma”), para luego anexionarse la mitad de su territorio. Los mexicanos no olvidan aquellos hechos. Consideran, de un modo bastante comprensible, que tienen unos derechos especiales sobre esos territorios (Huntington, 2004b: parr. 25).
El peso de la amenaza la resume Huntington, según su prejuicio, así:
La contigüidad, el número, la ilegalidad, la concentración regional, la persistencia y la presencia histórica combinados convierten a la inmigración mexicana en diferente del resto de la inmigración y plantean problemas para la asimilación de las personas de origen mexicano a la sociedad estadounidense (Huntington, 2004b: parr. 27).
Ahora bien, según William A. Nericcio, los prejuicios contra el mexicano en Estados Unidos son una repetición de los generados por siglos contra España en Inglaterra, por su rivalidad contra ella (García, 2007). En cualquier caso, según Laura Padilla, uno de los efectos más nocivos de la estereotipificación consiste en que las víctimas del prejuicio lo internalicen y hagan suyo, a punto de despreciarse a sí mismos de mil maneras (Padilla, 2001), a punto de que, para congraciarse con quienes los detestan, apoyan sus políticas antimexicanas (Bustamante, 2010), lo cual se verá más adelante.
Sue Grafton fue la autora de 25 novelas detectivescas, en especial las protagonizadas por el personaje Kinsey Millhone en la serie El alfabeto del crimen, libros que durante 400 semanas estuvieron en la lista de mejor vendidos del New York Times (Cowles, 2018). Algunos analistas consideran su obra como innovadora por descartar “los clichés sexistas, racistas y nativistas del género junto con su mohoso elenco de sospechosos habituales, entre ellos, las femmes fatales emasculadoras” (Corrigan, 2018: párr. 9), y dicen también que “a Grafton se le atribuyó el haber dado un vuelco al chovinismo que había sido una cualidad definitoria de la ficción dura, en la que los personajes femeninos eran con frecuencia víctimas impotentes” (Pallardy, 2021: párr. 4).
Pero en 1991 publicó la primera edición de “H” is for Homicide, una novela sobre una organización criminal dedicada a los fraudes contra aseguradoras, organización criminal integrada y liderada por hispanos, por lo cual algunos críticos comentaron que el título del libro debió ser H is for Hispanics (Publishers Weekly, 1991). Quizá lo primero que llama la atención en sus páginas es el cuidado de Grafton por describir los “hispanos” no sólo como distintos, sino además como deficientes, de comparárseles con el común de los americanos. A través de la detective protagonista, pinta así a un mexicano: “Sus ojos eran negros, tan planos y apagados como manchas de pintura vieja. Tenía cicatrices de acné en las mejillas y un bigote formado por unos catorce pelos, algunos de los cuales parecían dibujados a mano. Era de mi tamaño [...] Se veían mechones de vello en las axilas, lacios y oscuros” (Grafton, 2002: 388).
Las deficiencias son en alguna medida consecuencia de sus vicios y su delincuencia. Al respecto dice: “Las drogas, los cigarrillos y el alcohol les habían cobrado su precio, dejándoles vientres hinchados y mal color. Eran los sobrevivientes de Dios sabe qué guerras territoriales, chicos de unos veinte años que probablemente se consideraban afortunados de estar entre los vivos” (Grafton, 2002: 484). Los mexicanos, según la novela, son además muy sucios. Sobre su cocina, la protagonista observa: “cada superficie en ella apilada con platos de papel usados, botellas de cerveza, ceniceros, latas vacías de refritos de Rosarito. El aire olía a cilantro, tortillas de maíz y manteca de cerdo caliente. Cinco bolsas marrones de comestibles llenas de basura, la grasa se veía a través de grandes lunares oscuros. De una de esas bolsas escurría un poco de semen” (Grafton, 2002: 402, 403).
De sus baños afirma: “los dedos de mis pies comenzaron a rizarse por el estado del baño, que tenía todo el encanto que uno podría imaginar en una letrina militar [...] los pisos siempre parecen estar llenos de pelo, horquillas oxidadas y montones de Kleenex húmedos y esponjosos que se desintegran. No describiré el lavabo [...] el inodoro se iba a desbordar [...] la única toalla en el baño era delgada, rígida y sucia por el uso” (Grafton, 2002: 409-410). Las paredes de la casa, añade, se encontraban manchadas de sangre ya seca de alguna víctima (Grafton, 2002: p. 402). No sólo sucios, los mexicanos también adolecen de mal gusto. Según se ironiza, “Raymond Maldonado había intentado mejorar la decoración cubriendo toda la gran pared con azulejos de espejo dorado ahumado”, con “muebles vendidos en las carreteras al otro lado de la frontera en México” (Grafton, 2002: 402), con “mobiliario de estilo español [...] muchas bisagras y tiradores de hierro forjado negro” (Grafton, 2002: 408), y el “auto tapizado con peluche de osito teddy [...] con monitos con cabezas en resorte… con la Virgen pegada con un imán” (Grafton, 2002: 389).
La indolencia y otros defectos no se reducen a tal o cual personaje mexicano y criminal, afecta a toda la comunidad, criminal o no. Sus cabañas son “bocadillo perfecto para un enjambre de termitas hambrientas” (Grafton, 2002: 304). Sus vecindarios se caracterizan “por porches caídos, pintura descascarada, césped que es tenaz si es que crece, terrenos baldíos llenos de escombros, letreros de Pepsi-Cola, niños ociosos, autos con llantas ponchadas, estacionados permanentemente en la acera, casas abandonadas, hombres letárgicos cuyos ojos se vuelven vacíos mientras tú pasas” (Grafton, 2002: 400). Son, en fin, gente supersticiosa e ignorante, aficionados a la numerología y la quiromancia (Grafton, 2002: 358, 469). Los varones son violentos y machistas. Acosan a las mujeres con acercamientos obscenos, las manosean sin destacar en su sensualidad pues sólo saben reclamarlas como su propiedad, golpean a las esposas, llegan a violar a las hijastras que no tienen más opción para defenderse que rajarle al abusivo con un cuchillo la cara; ellos le rajan a su vez la cara a la madre de la novia (Grafton, 2002: 365, 391, 403, 491). Las mujeres, por su parte, son provocativas y exageradamente dotadas en su sexualidad. Sobre una de ellas, la protagonista de la novela afirma que “se movía con el impulso y el balanceo conscientes de una modelo o una estrella, conocedora de sus efectos” (Grafton, 2002: 330), y dice que “ofreció prestarme uno de sus brasieres, pero no acepté. No había modo de acomodar manzanas en un saco a la medida de melones” (Grafton, 2002: 408). Son además complacientes: “se colocó provocativamente en el regazo de Jimmy, a horcajadas sobre él, con la falda subida hasta la entrepierna…haciendo el amor en posición vertical con la ropa puesta, con una fricción resultante que quemaba todas las capas de tela entre ellos” (Grafton, 2002: 335). La sensualidad de la mexicana no le quita que, según se le retrata en la novela, sea “pasiva, obsequiosa y sometida” (Grafton, 2002: 393). De hecho, durante toda la obra, la mujer así descrita sigue a dondequiera a un villano que quiere obligarla a convertirse en su esposa. Su modo de vida es la criminalidad, aun en cosas tan aparentemente triviales como tatuarse a Mimí y al Ratón Miguelito en los brazos sin pagarle los derechos de autor a Disney (Grafton, 2002: 388).
La novela versa sobre las actividades de una banda dedicada a defraudar a compañías aseguradoras en California, mexicanos todos desde los sicarios a los médicos que falsifican diagnósticos (Grafton, 2002: 412). En cualquier caso, la delincuencia de los mexicanos es tan generalizada en sus comunidades que las madres miran angustiadas y con temor desde el margen de las calles pues “la mayoría de las veces, son los transeúntes quienes caen presa de la lluvia de balas al azar” (Grafton, 2002: 400). No obstante, su vida criminal, se acercan al sacerdote como si fuera de la realeza (Grafton, 2002: 488). Y especialmente cuando delinquen es que se comunican en español (Grafton, 2002: 468, 470). Su lengua es la del delito. En cualquier caso, son gente tan distinta al americano común que finalmente tienen que ser atrapados por sujetos de su misma calaña, otro mexicano (Grafton, 2002: 502); gente tan distinta e indolente que no se identifica con los valores de Estados Unidos, a punto de no importarles que una bandera de barras y estrellas se desprenda poco a poco de su asta (Grafton, 2002: 399).
Ciertamente la novela de Grafton es ficción. Pero como ficción no deja de ser un medio de difusión de amplio alcance (Rose, 2014), es más, de una autora que se celebra como pionera en combatir la discriminación, no obstante que la practica contra los mexicanos. Cabe remarcar también que esta novela, publicada por primera vez en 1991, coincide con el ánimo antiinmigrante y antimexicano en California, que llevó a su legislatura a aprobar la Ley 187 en 1994, la cual les negaba a los inmigrantes indocumentados servicios sociales, servicios médicos y educación pública. Aunque revocada finalmente por una corte federal, esta ley fue en su momento expresión de un fuerte ánimo anti-inmigrante de muchos vecinos del norte, quienes resumían ese ánimo con la frase “salvemos nuestro estado” de los mexicanos (ACLU, 1999).
Previa a la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993, se dio un vivo debate en Estados Unidos, Canadá y México sobre la conveniencia de firmar o no este acuerdo. Fueron muchos y muy distintos los argumentos que distintas organizaciones esgrimieron a favor o en contra (Zárate, 2000). Lo que quiero destacar aquí es que algunos defensores del comercio justo[4] frente al comercio libre sorprendieron, sin embargo, por en ocasiones oponerse al tratado con injustos prejuicios antimexicanos.
Que somos racialmente distintos lo remarcaron algunos ambientalistas de la revista Sierra: “Su cabello todavía es tan negro como el espacio exterior y cae plano sobre su cabeza; los pómulos anchos y la tez café provienen del lado indio de su madre (su padre, que solo habla español, es tan rubio como un español)” (Selcraig, 1994: 64). México también es diferente, según la narrativa ambientalista de Geoffrey Land, por sus “colonias miserables, ríos fronterizos cargados de aguas residuales, bebés anencefálicos, basureros abandonados y fábricas contaminantes” (Land, 1994: 2-3). Jeannie Ralston, también ambientalista, describe así las viviendas:
Sábanas florales descoloridas o lonas azules sirven como puertas, y muchas de las casas están rodeadas por vallas primitivas; los bastidores oxidados parecen ser un material de construcción favorito aquí; detrás de los edificios hay pequeños excusados de pozo; no hay sistema de alcantarillado en estas colonias y pocos o ningún tanque séptico, en cambio, las aguas residuales sin tratar se vierten directamente en los canales que finalmente desembocan en el Golfo de México. (Ralston, 1993: 90-91)
Anthony DePalma, del New York Times, afirmaría que “Esperanza es un lugar donde los cerdos deambulan por calles sucias, las casas rara vez tienen ventanas y el olor a amoníaco de dos fábricas químicas cercanas agria el aire” (DePalma, 1993). Ralston precisa: “El olor [...] es tan fuerte los sábados por la noche que no puedes dormir” (Ralston, 1993: 89). Tod Robberson señalaría que “El humo impregna las aulas con un fuerte olor a azufre y deja una película polvorienta en los escritorios” (Robberson, 1993). Selcraig detallaría la situación así: “zanjas de color blanco lechoso llenas de xileno, el Río Grande flotando con excrementos humanos y niños arenosos e inconscientes jugando debajo de vagones cisterna que transportan amoníaco y ácido fluorhídrico” (Selcraig, 1994: 60). Todo esto tiene consecuencias, consideraron varios ambientalistas. Por ejemplo, Ralston afirmó que “agarramos a los perros y los metemos en el canal, y las pulgas se han ido [...] Todo el pelo se cae, también” (Ralston, 1993: 88), y Selcraig contó que: “la representante de Ohio, Marcie Kaptur, y un séquito de periodistas paseaban por un canal industrial con los colores del arcoíris cuando un pollo pasó tambaleándose, tomó un sorbo de la zanja y rápidamente cayó muerto a los pies de Kaptur. 'Caramba', dijo a los periodistas, 'esto realmente cuenta la historia'” (Selcraig, 1994: 60). Según este escritor cita a un activista defensor del medio ambiente y los derechos humanos:
“La otra noche”, dice, tratando de explicar cómo encuentra la motivación, “yo estaba en Matamoros, con una familia, y la señora tiene tres hijos, niños hermosos; la hija mayor nació con lo que parece un palo en lugar de pierna, otra tiene un problema en el ojo y su hijo pequeño nació con un gran tumor en la base de la médula espinal. Sus piernas están secas, no puede caminar. Tres niños tullidos, y sin embargo ahí nos lo pasamos de lo mejor, riendo, contando historias. Tenía un equipo de filmación británico conmigo y estaban estupefactos” (Selcraig, 1994: 81).
Según estos relatos, a estos problemas se añade uno más: los mexicanos tienen aspiraciones mínimas. Haciéndole eco a Ross Perot, el sindicato Communication Workers of America, organización que se supondría solidaria con los obreros en general, descartó cualquier tratado de comercio con México porque los trabajadores mexicanos no tendrían nunca ningún dinero para comprar productos norteamericanos (Zárate, 2000: 24). Además, “sus sueños siguen siendo simples: casarse, tener hijos y permanecer cerca de sus familias…refrescos, huevos, una pequeña lata de comida preparada que ahuyenta el hambre hasta el próximo día de pago son las transacciones habituales”, dijo DePalma, y precisó: “no tienen ninguna esperanza” (1993). “Están convencidos de que no pueden lograr ningún cambio”, anota Selcraig (1994: 81). Son indolentes a punto de descuidar a sus hijos: éstos beben agua contaminada de cubetas que contuvieron venenos, y lo hacen sorbiéndola directamente con la boca como si fueran perros u otros animales (Ralston, 1993: 96). Son gente sojuzgada por políticos corruptos pues “desde temprana edad, a los mexicanos se les enseña a no desafiar, sino a someterse a los dictados del gobierno, que ha sido dirigido por un solo partido durante 64 años” (Robberson, 1993). No aceptaban apoyo de norteamericanos comunes y corrientes porque los mexicanos eran poco “sofisticados” y desconfiaban de aquéllos; tal vez sólo considerarían escuchar a norteamericanos de ascendencia mexicana, asegura Selcraig (1994: 60). Y la intervención de estos interlocutores era riesgosa, pues estaban amenazados a muerte por el gobierno, a punto de que cuando viajaban a México sus hijos les pedían “¡No vayas, papito, no vayas!” (Selcraig, 1994: 81). En cualquier caso, según Selcraig (1994: 81), si visitaban el sur del Bravo, los activistas no tenían ninguna esperanza de transformar la vida de los pobres y los sin poder; lo hacían porque en Estados Unidos vivían “una existencia aburrida de clase media preguntándose cuál es su propósito en la vida”, y al venir a México conocían qué es estar en el fondo tras contemplar a quienes no tienen nada (Selcraig, 1994: 81).
No cuestiono aquí la oposición en sí de estas organizaciones de tinte humanitario al Tratado de Libre Comercio. Lo que cuestiono es que en ocasiones lo hayan hecho con injustos estereotipos de los mexicanos. Tal vez sucedió así porque el antimexicanismo entre algún público en Estados Unidos redunda apoyo para quien lo expresa.
Aunque ejemplo viejo, uno más de un “amigo” que abundó en estereotipos injustos contra los mexicanos es el de W. H. Chatfield, quien publicó en 1893 en Nueva Orleáns The Twin Cities, Brownsville, Texas, Matamoros, Mexico, of the Border, and the Country of the Lower Rio Grande. No obstante que, al parecer, Chatfield celebra la hermandad de los países vecinos (“twins”), su obra ilustra cómo el antimexicanismo es, según propone Bireda (2017: párr. 2), un recurso para justificar y racionalizar las agresiones de los estadounidenses contra los mexicanos, y un intento para darle tintes puramente benignos a la historia y la identidad norteamericana.
El propósito de Twin Cities fue publicitario: anunciar que la región texana limítrofe con México, especialmente Brownsville y el Bajo Bravo, ofrecía oportunidades no superables por ningún otro lugar para la inversión, lo que, de leer además eso de “ciudades gemelas”, parece como un fuerte aval a tratar, al menos, como socios a los mexicanos. Sin embargo, su fundamento para invitar a las inversiones era afirmar que dicha región texana estaba ya totalmente americanizada; además, que el lado mexicano de la frontera atravesaba un proceso de americanización muy necesario para los negocios, proceso que desde esa región se extendería a toda América, algo muy conveniente para los capitalistas angloamericanos o europeos a quienes convenía venir a invertir en la región. El texto describe los recursos naturales, el desarrollo urbano, el progreso económico y político, afín a los intereses de Estados Unidos, es más, la oportunidad inigualable de éxito por ser este punto geográfico la puerta de ingreso de los empresarios americanos para conquistar México y toda Latinoamérica (Chatfield, 1893; Zárate, 2021).[5]
Ahora bien, la americanización publicitada en la frontera con México, por Chatfield, no se redujo a aspectos económicos y políticos, también se refirió al desplazamiento de la población mexicana por los inmigrantes americanos y europeos, desplazamiento necesario para el éxito de sus inversiones, pues los mexicanos, según los presentó Chatfield, eran una raza inferior, no sólo incapaz, sino también un estorbo para el tremendo desarrollo esperado.
Inicialmente Chatfield describió lo que fue el territorio donde se asentó Brownville como un desierto donde pastaban hatos enormes, sin dueño, de mesteños y de reses. Reconoció, con todo, que allí vivieron antes mexicanos, dueños previos de esos hatos, quienes fueron desplazados al sur del Bravo durante la guerra de independencia texana, y a quienes, terminada la guerra, se les permitió regresar y se les restituyeron sus propiedades (Chatfield, 1893: 1-2). Con todo, no a todos los mexicanos se les restituyeron sus propiedades porque sus títulos de propiedad no fueron reconocidos, porque los anglo-americanos, al hacerse de Texas, reclamaron esas propiedades como derecho de conquista, y porque, confiscadas por el nuevo gobierno de Estados Unidos, éste no las pagó a sus legítimos dueños (Chatfield, 1893: 12, 14, 20 y 28).
Aun así, en 1893 la mitad, o inclusive dos tercios de la población, era de origen mexicano, y en ambos lados de la frontera predominaba el uso del español en vez del inglés (Chatfield, 1893: 3, 16, 33). En este contexto, habría de reforzarse la americanización de la zona, en ambos lados de la frontera, para asegurar las inversiones de los capitalistas yanquis, según Chatfield cita al cónsul americano en Matamoros, el señor Richardson:
Se espera y se cree que México, y, de hecho, toda la América española está en el umbral de una nueva vida nacional, comercial y social […] la cuestión [es] cambiar la corriente de la vida mexicana en sus fuentes, cambiar sus ideales, sus creencias, sus prejuicios. En el único tema de la educación, México se ve inducido a mirar hacia el norte. Esta es nuestra oportunidad. Si México pudiera estar salpicado de escuelas estadounidenses, podríamos esperar encontrar a la próxima generación más estadounidense en su civilización que en la actualidad (Chatfield, 1893: 36).
Con respecto a “salpicar” México, Chatfield celebró las escuelas estadounidenses que promovían allí el aprendizaje del inglés y su uso en los libros de texto. También celebró las opiniones del cónsul Richardson sobre el cambio de religión en México. Por un lado, el Cónsul aprobó que “la iglesia ya no tiene supervisión, y su injerencia, ni en la más mínima medida, sería tolerada” (Chatfield, 1893: 35). Por otro lado, según Chatfield cita al Cónsul, el año de 1891 ofrecía a la América protestante un México con una educación no contaminada por sacerdotes católicos, y, así, la oportunidad para introducir en esta nación un espléndido sistema de escuelas protestantes, gratuitas y privadas, aun cuando ello conllevase la destrucción del patrimonio artístico, como lo fue la de la Vieja Capilla en Matamoros (Chatfield, 1895: 34-36). Este esfuerzo, sin embargo, no parecía brindar los frutos esperados por los muchos defectos que afectaban a los mexicanos.
Aunque Chatfield celebró el esfuerzo, en Brownsville y en Matamoros, de enseñar inglés según varios métodos (Chatfield, 1893: 16-18), expresó sus dudas de alcanzar el éxito en esta tarea por la tozudez de los mexicanos en no hablar el idioma de los americanos:
El elemento extraño es perceptible en todo lo que nos rodea. La población de Brownsville es de aproximadamente 7,000 habitantes, la mitad de los cuales son mexicanos, y sus hábitos y costumbres preponderan en gran medida a los de los estadounidenses […] Se hace necesario que aprendamos algo de la lengua mexicana, para que las clases bajas se adhieren a ella con una obstinada persistencia que puede ser loable en abstracto, como evidencia de un amor por su tierra natal, pero es poco digno de elogio cuando se considera que son habitantes de una ciudad americana, y están bajo la protección de la leyes de los Estados Unidos. Este rasgo probablemente se deba a la sangre india en sus venas; porque un indio recurrirá a todos los medios antes de admitir que entiende o puede hablar inglés. Una vez vi un ejemplo curioso de esto en una agencia Sioux en el Missouri. Nuestro campamento estaba acosado por la mendicidad de pieles rojas de todas las edades y sexos, durante varios días, y nuestros brazos estaban cansados por nuestro esfuerzo por explicar en el “lenguaje de señas”, que las raciones de dos empresas no admitirían mantener un comedor de beneficencia para 7,000 indios; así que nos refugiamos en un reposo pétreo. Esto desconcertó a los mendigos genuinos, y cesaron sus importunidades. Descubrimos algunos verracos que deseaban intercambiar y regatear, pero nos negamos a entender, hasta que finalmente, en total desesperación, uno de ellos tomó un papel y un lápiz de la mesa de la tienda y escribió estas palabras en un inglés sencillo: “café, azúcar, harina”, haciendo señas de que los pagaría con pieles. No dijo ni una palabra en inglés en respuesta a nuestras preguntas, pero pronto supimos que había sido educado en la Escuela de la Agencia.
Los vendedores ambulantes mexicanos […] parlamentarán durante una hora en su dialecto antes de intentar explicar su significado en inglés, idioma del que por fin muestran un ligero conocimiento para no perder la oportunidad de vender algo. Sin embargo, esto solo ocurre cuando entabla negociaciones con ellos; si niega con la cabeza, pasarán sin decir una palabra (Chatfield, 1893: 29).
Según Chatfield y sus informantes, los mexicanos son tontos, ignorantes, incapaces de aprender las ciencias y las habilidades mecánicas. Aunque reconoció que algunos estudiantes de la localidad desenmascararon a un americano que pretendía, con falsedad, enseñarles matemáticas (Chatfield, 1893: 17), citó al cónsul Richardson asegurando que “la mente del mexicano no es matemática, le disgusta el pensamiento consecutivo exacto, [y el] efecto del clima es tal que hace que el mejor resultado sea inalcanzable” (Chatfield, 1893: 35). Chatfield también afirmó que “la economía política es una ciencia que aún no se les ha enseñado […] y cualquier intento de enseñarla sería una tarea ingrata, si no es que un trabajo imposible” (Chatfield, 1893: 31). Si bien en Matamoros había personas de muchas nacionalidades, aseguró que ningún mexicano sabía nada de mecánica (Chatfield, 1893: 12) ni poseía, según citó a William Eleroy Curtis, ninguna habilidad industriosa: “Deben seguir comprando su pan, sus prendas de vestir, sus utensilios y equipos domésticos, sus suministros ferroviarios, su maquinaria e implementos y cualquier otra forma de manufactura” (Chatfield, 1893: 4). Señaló además que no eran capaces de conducir carruajes de cuatro caballos (Chatfield, 1893: 13). Y refirió la protesta de William Neale —un cazador de esclavos negros que escapaban a México para encontrar allí su emancipación (Chatfield, 1893: 12)— porque los mexicanos quisieron participar en las elecciones del alguacil en Brownsville, pues, según Neale, no entendían nada de las opciones políticas y no sabían votar (Chatfield, 1893: 14-15). Por si fuera esto poco, dijo, la gente de Matamoros no era como los texanos, “fuertes y sagaces” (Chatfield, 1893: 1), sino hacía tratos, se llevaba bien y se dejaba engañar por los cherokees, algo que, dijo Neale, los texanos nunca harían (Chatfield, 1893: 1, 12). “El burro y su jinete mexicano fueron hechos el uno para el otro”, concluyó (Chatfield, 1893: 30).
La incompetencia que atribuyó a los mexicanos la ilustró diciendo que las casas mexicanas y españolas en Matamoros eran monótonas y estaban mal ventiladas, mal iluminadas y no muy bien amuebladas (Chatfield, 1893: 16, 33), muchas eran meros jacales sin chimenea (los cuales en Brownsville eran inmediatamente destruidos de darse en ellos el conato de incendio (Chatfield, 1893: 26-27), no así con los almacenes de armas y pólvora que frecuentemente por sus explosiones pusieron en peligro a toda la ciudad (Chatfield, 1893: 26-27)), y muchas otras viviendas, por el calor, con no más lugar que sus techos para las reuniones sociales (Chatfield, 1893: 32); de entrar a la “catedral”, expresa, es difícil poner a un lado la sensación de desolación y de pobreza que impregna toda su estructura (Chatfield, 1893: 33), no así la catedral de Brownsville, con “un aire de antigüedad, en perfecta armonía con la pureza de su arquitectura gótica” (Chatfield, 1893: 5). Los mexicanos no sabían actuar al representar obras de teatro, consideró, pues al hacerlo parecían de palo y ni siquiera su español era culto (Chatfield, 1893: 30). Tampoco, dijo, sabían vestir pues, de por sí con sus pies pequeños, usaban botas puntiagudas que los hacían lucir aún más diminutos (Chatfield, 1893: 36). Los coches mexicanos (Chatfield, 1893: 12), sus casas (Chatfield, 1893: 32), sus farolas, muebles de dormitorio (Chatfield, 1893: 32), juguetes, adornos, filigrana de plata (Chatfield, 1893: 31), tiendas (Chatfield, 1893: 33) y utensilios de cocina eran antiguos, primitivos y subdesarrollados (Chatfield, 1893: 26, 26, 31, 33); si encontró él algún mueble de buena calidad en Matamoros, fue comprado y fabricado en Estados Unidos (Chatfield, 1893: 32). Los matamorenses no saben, inclusive, de atención al cliente, según señaló:
Sus almacenes carecen de la exhibición de sus productos en las aceras. Y no es diferente lo que ocurre en el interior de los establecimientos. Tal vez guardan esos productos lejos, en cajas y estantes, pero lo hacen justo cuando lo que quiere una dama entusiasta es mirar los bienes refinados en venta, frente a sus ojos, para su satisfacción, mientras dice “la que mira y se va tal vez en otro día regresará”. Pero mirará por muchos días antes de que encuentre las telas refinadas y los hermosos artículos escondidos en alguna remota parte de esos oscuros bazares (Chatfield, 1893: 33).
Antes de 1852, dijo, no había allí mantequilla, sólo manteca, y, en todo caso, la dieta de la gente se reducía a frijoles, chile y un poco de carne, todo picoso (Chatfield, 1893: 26, 30); y si había edificios en Matamoros que merecían elogios, eran, según él, ya estadounidenses o hechos por estadounidenses: la antigua capilla fue financiada por una residente en Puerto Isabel, Texas (Chatfield, 1893: 34), el consulado estadounidense era el lugar mejor amueblado (Chatfield, 1893: 34), la Casa de la Ópera fue diseñada por el arquitecto novoorleandés Peeler (Chatfield, 1893: 32), y la Plaza Principal, por un oficial de General Taylor (Chatfield, 1893: 31).
Chatfield pintó también a los mexicanos como sucios, flojos, es más, como descuidados e irresponsables con sus hijos. Antes de la “Guerra Mexicana”, afirmó, esa plaza no era más que un “estanque compartido por patos, cabras, niños desnudos y ranas toro” (Chatfield, 1893: 12). Si, por un lado, se les encontraba rodeados de niños (Chatfield, 1893: 32), por otro lado, era así porque el cuidarlos servía de pretexto para negarse a trabajar (Chatfield, 1893: 31). Según la descripción de William Neale, citado por Chatfield, los mexicanos eran borrachos y se la pasaban de baile en baile (Chatfield, 1893: 12). Por el desenfreno asociado a sus bailes, Chatfield advirtió, las autoridades de Brownsville prohibieron estos eventos en su ciudad (Chatfield, 1893: 26), lo que no fue necesario hacer allí con los bailes de los americanos por ser estos últimos un entretenimiento sano (Chatfield, 1893: 27), y porque de cualquier manera los americanos podían asistir a los bailes mexicanos en Matamoros (Chatfield, 1893: 29), y deleitarse allí con “señoritas de ojos negros” (Chatfield, 1893: 32). Los mexicanos también eran supersticiosos e intolerantes, según cita Chatfield a William Neale: de no ser por la “nacionalización” de la Iglesia en 1867 por Juárez, seguirían quitándose el sombrero al pasar por algún templo y golpeando a los extranjeros para obligarlos a hincarse frente a “la procesión de la hostia” (Chatfield, 1893: 13).
Tal vez lo que más remarcó Chatfield en su texto fue que los mexicanos eran unos bandidos y unos revoltosos sin ley, según citó a Neale: “una vez que México logró la independencia, este país sufrió […] ‘una enfermedad crónica’ […] me refiero a Revolución, o lo que ellos llaman Pronunciamientos” (Chatfield, 1893: 14), y según dijo el propio Chatfield, “trescientas revoluciones y varias guerras” (Chatfield, 1893: 31), revoluciones que, una vez que existió Brownsville, fueron una oportunidad de negocio al suministrar armas a los revolucionarios en México. Citando a William Neale, Chatfield refirió que uno de los incendios de Brownsville, que casi destruyó esa ciudad, fue causado por la explosión de un almacén de municiones junto al edificio de ladrillos de Stillman (Chatfield, 1893: 14, 23).
La caracterización de los mexicanos como “bandidos” ocupa muchas páginas del texto de Chatfield y, al parecer, refleja lo que la élite de Brownsville consideraba como tema de su prioritario interés en 1876. El discurso ceremonial, pronunciado entonces por el esclavista Neale, para festejar el Centenario de la Independencia de Estados Unidos, no consistió en un recuerdo de los héroes, como Washington, Jefferson, Franklin y otros, que dieron libertad a su patria. Consistió en una diatriba contra los “bandidos” mexicanos, en especial contra Juan N. Cortina (Chatfield, 1893: 14-15), lo que sugiere una construcción de lazos de identidad no con base en gozos y éxitos compartidos por los brownsvillenses y demás americanos, sino con base en la invención de un enemigo odiado, según lo propuso el politólogo Carl Schmitt a los nazis (Balakrishnan, 2002).
Sobre los “bandidos” mexicanos, Chatfield escribió siguiendo la narrativa de Neale, “algunos hombres sin escrúpulos se establecieron entre nosotros; hicieron vastas reclamaciones sobre la propiedad de la tierra y entablaron demandas judiciales; de hecho, reclamaron todos los terrenos donados a la ciudad por la Legislatura del Estado, que estaban dentro de los límites corporativos” (Chatfield, 1893: 14). Según este relato, uno de estos hombres fue Juan N. Cortina, quien “expidió títulos a quien quiso, y así agotó la última fuente de seguridad de la propiedad”, títulos “sin validez ninguna, […] usurpados por el poderío del terror” (Chatfield, 1893: 13). Este “terror” Chatfield lo describió con detalles. Según dijo, Cortina era un “fugitivo de la justicia”, […] “ignorante y sin educación”, […] “un ladrón de caballos, un vagabundo”, un líder de los rufianes y bandidos, “ladrones de ganado, asesinos y asaltantes” que capturaron la ciudad de Brownsville en 1859 y liberaron a los prisioneros en la cárcel (Chatfield, 1893: 2, 15, 23), “algo hasta ahora inaudito en estos Estados Unidos” (Chatfield, 1893: 2).
Así, en este panfleto, ofreció un relato del “reinado de terror” de Cortina que “duró diez años, […] lleno de destrucción desenfrenada de vidas humanas, apropiación al por mayor de ganado y otros bienes muebles; robos, asaltos y ataques organizados a pueblos, aduanas y ranchos unifamiliares, como para hacer estremecerse al leerlo” (Chatfield, 1893: 2). Como se menciona en el panfleto de Chatfield, Cortina incluso se atrevió a ayudar a los mexicanos a participar en la elección del alguacil del condado de Cameron, contrario a lo acordado previamente en el caucus, y así derrotar a quien anteriormente era el candidato elegido por los esclavistas blancos (Chatfield, 1893: 14, 15). En fin, prueba de que Cortina y sus “bandidos” mexicanos eran muy malos tal vez fue que ellos eran bien recibidos por las fuerzas federales del norte de Estados Unidos, las cuales combatieron y derrotaron a los esclavistas del sur, habiéndolo logrado en Brownsville con “tropas de color” (Chatfield, 1893: 13).
El racismo se extiende ampliamente en el texto de Chatfield, y parece así dar razón a Martha Bireda, quien considera la estereotipificación del mexicano por los vecinos del norte como una forma de justificar su Destino Manifiesto, y el desplazamiento de los mexicanos de Texas y otros territorios anexados a los Estados Unidos en favor de los angloamericanos (Bireda, 2017: párr. 2). Si bien Chatfield celebró los logros de los aztecas, esos logros sólo pudo explicarlos diciendo que fueron de raza caucásica, mientras los mexicanos contemporáneos suyos no eran sino una “raza degenerada” (Chatfield, 1893: 31), tras 300 años de dominación de los españoles, quienes se preocuparon de suprimir todas las empresas que pudieran de alguna manera entrar en conflicto con el comercio y las manufacturas suyas; se apropiaron de todos los productos de las minas que pudieran obtenerse con los rudos trabajos en boga; secuestraron inmensas extensiones de tierra para la iglesia, y retuvieron las influencias más poderosas del oficio sacerdotal y la ignorancia de las masas (Chatfield, 1893: 31), narrativa que podría confirmar la interpretación de William A. Nericcio de esta estereotipificación del mexicano como una extensión de la leyenda negra antiespañola, de los ingleses por su rivalidad con España (García, 2007).
Por si esto fuera poco, según Heintzelman, Alcalde de Brownsville, los mexicanos eran una amenaza para los angloamericanos pues aquéllos intentaban recuperar los territorios previos hasta el río Nueces (Chatfield, 1893: 2), según todavía teme Huntington (2004b: parr. 27). Cualquiera que haya sido el caso, en las “ciudades gemelas” del Bajo Bravo aun predominaba la población mexicana y el uso del español (Chatfield, 1893: 3, 16, 33). Para someter al “orden” a dicha “raza degenerada” de “bandidos” se tenía todavía que recurrir —con la excepción, por supuesto, del comisario— a policías de la misma raza que hablasen ese idioma (Chatfield, 1893: 26), lo que corroboraría la observación de Laura Padilla: que uno de los efectos más nocivos de la estereotipificación consiste en que las víctimas del prejuicio lo internalicen y hagan suyo, a punto de despreciarse a sí mismos de mil maneras (Padilla, 2001).
No sorprende entonces que la invitación de Chatfield a invertir en la región binacional del Bajo Bravo no la hizo, de ningún modo, para los mexicanos, personas, dijo, con pies muy chicos, los cuales lucían todavía más chicos por el tipo de zapatos que acostumbraban vestir (Chatfield, 1893: 36). La invitación era para “hombres, con un poco de capital, brazos musculosos, cerebro claro y ‘agallas yanquis’” (Chatfield, 1893: 3):
Se invita a los agricultores, capitalistas, fabricantes, ganaderos y comerciantes de todo Estados Unidos a las ventajas incomparables que obtendrán al unirse a Brownsville. Se les pide a todos que presten atención cuidadosa a este tema y, si es posible, que se tranquilicen mediante una inspección personal, antes de determinar las cuestiones trascendentales de dónde ubicar su negocio o en qué sección colocar sus inversiones.
Los ciudadanos de Brownsville se convertirán en “rehenes” dispuestos para todos los que puedan buscar “fortuna” dentro de sus puertas (Chatfield, 1893: 5).
El desplazamiento —o inclusive eliminación de los mexicanos— continuó dándose al norte del Bajo Bravo al menos hasta 1915. Según reportan Milo Kearney y Anthony Knopp, Woodrow Wilson envió allí, entonces, tropas estadounidenses y rangers que, según algunas cifras, exterminaron al 10% de los varones mexicanos en esa región (Kearney y Knopp, 1991: 214-222). Sin suponer que en el panfleto de Chatfield se exprese específicamente el propósito de desplazar la población mexicana no sólo de territorios al norte del Bravo, sino también de los del sur, para que nuevos colonos norteamericanos ocupasen éstos —de hecho, los estadounidenses prefirieron no hacerlo tras los tratados con México de 1848—, el escrito no deja de reflejar ni de respaldar la doctrina expansionista del “América para los americanos” (más bien angloamericanos) aún vigente en su país, y aplicada pocos años después de la publicación de Twin Cities en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Al respecto, Germán Rueda dice: “una vez ‘agotado’ el territorio continental asignado en su ‘destino manifiesto’, el resultado final fue la ocupación efectiva en 1898 de casi todos los territorios españoles en América, Asia y Oceanía” (Rueda, 1998).
En fin, si pudiera decirse que era imposible borrar ya del mapa a la población mexicana y latinoamericana de sus territorios, el imperialismo norteamericano habría entonces de convertirse en económico. Chatfield señaló: “Los comerciantes, agricultores y fabricantes de los Estados Unidos que se hayan ubicado en Brownsville o sus alrededores, y hayan cosechado las ventajas de estar temprano en el campo, seguramente estarán en condiciones de introducir sus bienes y productos en los mercados de México, Centro y América del Sur, en un volumen el cual la mayoría de los centros distantes les será difícil igualar” (Chatfield, 1893: 4).
Cualquiera que haya sido el caso, Chatfield no parece haber estimado fácil el viejo imperialismo yanqui de borrar del mapa a la población previa de nuevos territorios por anexar. Tal vez consideró en Matamoros que los mexicanos estaban dispuestos a defender su difícilmente ganada independencia. Comparando esta ciudad con Brownsville, dijo que la del sur del Bravo era la “más fuerte”, no sólo porque estaba “rodeada por una línea de fortificaciones”, sino también porque “los soldados que ves aquí son la flor del ejército mexicano; prolijamente vestidos, completamente equipados y bien arreglados” (Chatfield, 1893: 31-33).
En este ensayo he abordado cómo inclusive algunos norteamericanos que se dicen o que parecen amigos de los mexicanos han manejado, en ocasiones, estereotipos negativos para describirnos. Que sea así refleja, tal vez, cuán hondo ha calado entre los vecinos del norte la construcción de una identidad propia no sólo con base en la invención de un enemigo común, no sólo con base en la necesidad de pintarlo así para racionalizar la historia e identidad norteamericanas y darles a ellas tintes gloriosos y benignos, también con base en convertir a este enemigo en excusa para facilitar un proyecto político: la Ley 187, el frenar el tratado de libre comercio, el despojar a los mexicanos de sus propiedades en los territorios ganados por Estados Unidos tras su guerra contra México.
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[1] Doctor en Artes de la Comunicación por la Universidad de Wisconsin en Madison. Investigador de El Colegio de la Frontera Norte desde 1993, en su Sede en Matamoros, y adscrito al Departamento de Estudios Culturales. Pertenece al SNI, Nivel I. Estudia el discurso político y la cultura de la región fronteriza. Recientemente coordinó el libro Retos y remedios contra la impunidad y corrupción en México (2017), y publicó el artículo “Haciendo que la frontera sur sea americana, y México también. Una lectura de Chatfield's Twin Cities of the Border”, Transdisciplinar, Revista de Ciencias Sociales, (2021). ORCID: 0000-0001-6216-6653. Buzón electrónico: azarate@colef.mx
[2] Aunque no necesario, sí es posible que ciertas posturas políticas o ideológicas se den juntas y permitan suponerlas así una vez que una de ellas se da. El ser “progresista” hoy asocia, por ejemplo, la defensa del medio ambiente revertiendo el cambio climático, “el revertir la desinversión de décadas en comunidades de bajos ingresos, comunidades de color, familias y trabajadores”, y, entre otras cosas, el “desafiar los estereotipos dañinos y los esfuerzos que demonizan a las comunidades inmigrantes, negras, marrones, indígenas y LGBGTQ y el oponerse activamente a cualquier legislación o política que margine a esas comunidades” (Congressional Progressive Caucus, s. f.).
[3] Por supuesto, estereotipificar no es una conducta exclusiva de algunos norteamericanos, también la practican personas de otros pueblos, ciertamente no pocos mexicanos. Sobre ello he tratado, aunque tangencialmente, en Zárate (2011). En 2023, fue noticia que mexicoamericanos discriminasen en el Ayuntamiento de Los Ángeles a otros mexicanos (Gómez, 2023).
[4] “El movimiento Comercio Justo está formado por personas, organizaciones y redes que comparten una visión de un mundo en el que la justicia, la equidad y el desarrollo sostenible están en el centro de las estructuras y prácticas comerciales, para que todos, a través de su trabajo, puedan mantener un sustento decente y digno, y desarrollar todo su potencial humano” (Vasileva y Reynaud, 2021: 7).
[5] El autor de este análisis ya ha abordado, de lleno, Twin Cities en otro lugar (Zárate, 2021). Pero lo ha hecho para presentar solamente la estructura de su argumento. Ahora, en este análisis aborda dicho texto para reflexionar sobre el “fuego amigo” contra los mexicanos.