https://doi.org/10.32870/vinculos.v4i8.7655

Lecturas y reseñas

 

Cohabitando con el caos: Andanzas con un cuerpo acompasado

Caminando entre las calles de la Ciudad de México con la abuela: Un relato sobre el tiempo, la lentitud y la compañía desde una mirada psicosocial.

 

Daniela Karina Guzmán Taboada1

 

1Universidad Autónoma de México, Iztapalapa, México.

 

 

Emprendo mi viaje hacia la casa de la abuela, el día está despejado y aunque no se ha asomado mucho el sol, se siente un clima templado y agradable. Saliendo de casa me doy cuenta de que se me olvidan mis llaves, regreso corriendo y ahora sí, con todo lo necesario en la mochila, doy por iniciada la travesía para encontrarme con Liduvina.

Llegando, la encuentro sentada en la sala de la casa con su bastón en la mano y el asa de una bolsa beige atravesando su pecho, trae un cubrebocas colgando de una oreja y sus lentes obscuros puestos. Nos saludamos con un abrazo y después de entrar al baño, abrimos la puerta, listas para partir; se escuchan cláxones y el motor de los carros que van pasando, le ofrezco mi brazo izquierdo para que se apoye y caminamos juntas hacia el carro. Atravesamos un mar de hojas secas acumuladas justo en la entrada, me platica que estos días de lluvia han ocasionado que esas hojas tapen la coladera y que se inunde la cocina. Sus pasos son sumamente cortos, los míos largos y lentos, usa mi brazo para apoyarse, con su bastón mueve las hojas del piso y desentierra el tapete de la entrada que se escondía debajo.

El trayecto que recorrimos desde la puerta de la casa hasta la puerta del carro duró mucho más que de costumbre, normalmente transito ese camino sola y no había notado ese escaloncito pequeño en la entrada ni había analizado lo resbaloso que es el piso con tantas hojas secas sobre él. Unos minutos bastaron para reconocer que esta aventura estaría acompañada de alegrías, ternura y sin lugar a dudas preocupaciones.

La experiencia de movilidad en la ciudad se encuentra determinada no solo por las características del espacio, el clima, la hora y el día de la semana, sino también por las condiciones de los cuerpos que la transitamos. Compartir el espacio público desde las corporalidades de dos formas diferentes de ser y estar, implica cuidados, movimientos y un caminar particular en la urbe que habitamos. La experiencia de la vejez y de la juventud en un mismo lugar es entonces una forma de comprender la aceleración como una forma actual de vivir en la ciudad, develada por los tiempos posmodernos y capitalistas que trae consigo el siglo XXI.

Hace ya varios días que decidimos ir al centro de Coyoacán que es en donde se encuentran los parques más cercanos a la casa de mi abuela. El espacio mismo nos sugirió movilizarnos de la colonia al estar organizado de forma que existe una demarcación urbana con la naturaleza, lo cual se vincula directamente con la modernidad (Debarbieux, 2011). Nos desplazamos hacia un lugar con áreas verdes específicamente acondicionadas para el ejercicio de prácticas como la socialización, el ocio y el entretenimiento. Coyoacán es un espacio de congregación recreativo, por lo que era de esperarse una gran cantidad de gente consumiendo y paseando a distintos ritmos por la zona. También, es un lugar atractivo por tener la mejor panadería de México según Liduvina y los mejores helados de la ciudad según yo.

Desde los inicios de la pandemia en 2020, Liduvina no salía de casa, con 86 años la artritis ya no le permite moverse ni ágil ni rápidamente, vive con un dolor constante, por lo que me preocupa que no consiga disfrutar el paseo. De cierta manera, haber llegado al carro se siente como un pequeño logro, estos primeros minutos experimenté un caminar atento y expectante, lista para evitar cualquier peligro y mantener el inicio de este viaje bajo control.

Unos cuantos pasos fueron suficientes para reconocer las particularidades de la aventura que estábamos comenzando, aquella movilidad del cuidado de la que habla Tania Hernández (2021) estuvo presente desde que salimos juntas de la casa, me reconozco cuidando con el cuerpo, mirando, percibiendo; cuidando logísticamente con la escucha, la palabra, con el acompañamiento y la fuerza.

Llegando a nuestro destino, encontramos un lugar para estacionarnos que está a una cuadra del restaurante que elegimos para comer. Consigo acomodar el carro, nos bajamos, me apresuro para darle la mano a Liduvina mientras sube la banqueta, le ofrezco mi brazo y con una mano sobre mi antebrazo y la otra bien agarrada a su bastón, comenzamos a caminar juntas.

En ese momento, el caminar lleva una dirección, busca alcanzar un objetivo, por lo que es posible para ambas calcular la distancia que debemos de recorrer antes de comenzar la marcha, así determinamos las estrategias que nos permitirán movernos y cuidarnos a la vez. El acuerdo final es no soltarnos ni alejarnos en ningún momento, yo llevo su bolsa y camino detrás de ella.  

Nos adentramos en una maraña de gente y puestos de garnachas, observo muchas personas jóvenes y adultas, niñas y niños caminan por Allende, pocas adultas mayores forman parte del caos. No hay alternativas para llegar a los parques, la ciudad misma traza el único camino para transitar, el cual es supuestamente el más viable y seguro.

Los cuerpos que circulan por la calle se mueven a diferentes ritmos, la mayoría acelerados, voltean y cambian de dirección de manera abrupta, pareciera que los movimientos se cortan, no terminan, son impredecibles. No me es fácil reconocer cuantas de esas personas pasan por ahí para llegar a otros lugares y cuantas de ellas experimentan un paseo recreativo sumamente rápido que simula una especie de competencia. Caminar entre nudos de gente transforma nuestra experiencia, la cual pasa de tratarse sobre recorrer Coyoacán a tratarse sobre transitar, conversar y circular entre cuerpos con tamaños, formas y condiciones distintas. El andar urbano resulta entonces una experiencia social entretejida de relaciones y recorridos conversados en donde los cuerpos que se acompañan son los espacios más relevantes (De Certeau, 1996). Me reconozco capaz de adaptarme a aquellos ritmos acelerados, sin embargo, mi cuerpo se ha vuelto un espacio vigilante, anclado a los cuidados que necesita mi abuela, lo encuentro como amurallando a Liduvina, quien circula lentamente hacia nuestro destino. Su cuerpo como un espacio compacto, rígido y vulnerable entre el caos, traza un camino totalmente distinto al mío.

La lentitud no encaja con la rapidez del centro de Coyoacán, no hay tiempo que perder, parece que hay una urgencia por llegar, por irse, por consumir, por revisar el celular. Si bien la ciudad delimita la naturaleza, la tecnología no encuentra límite alguno y se escabulle en cada paso que damos.

Pasan unos minutos y Liduvina me comparte su cansancio, paramos en medio de todo, respiramos y esa pausa entre el movimiento acelerado de los cuerpos que transitan nos coloca en una posición extraña, no encajamos, nos esquivan, recibimos miradas que parecen de desaprobación y aunque el descanso es necesario, no es para nada cómodo, me siento fuera de lugar y sospecho que ella también. Entre el tumulto de gente, la vendimia y el cemento roto, me da la impresión de que las dificultades que vive mi abuela al caminar la relegan a una posición de alteridad, el espacio mismo la aparta, es un lugar que no le pertenece ni la cobija. Los cuidados durante el trayecto son imprescindibles para poder continuar.

De esta manera, la aceleración con la que se mueven, interactúan, hablan, observan y caminan las personas a nuestro alrededor, implica una ventaja que les otorga una superioridad de poder (Elias, 2016). La edad y la salud resultan virtudes relevantes que se evidencian durante el caminar, las personas en condiciones de acelerar su paso y adecuarse a la rapidez del tránsito se encuentran cómodamente establecidas en el espacio mientras que las personas que se mueven con lentitud, dificultad y sosiego conforman un grupo marginado.

Estamos cerca de nuestra meta, nos percibo como ancladas al piso mientras platicamos sobre los juguetes de madera que están en el puesto junto a nosotras. El movimiento alrededor se mantiene acelerado, pasos y pasos y pasos y pasos hacen que la pausa se convierta en una forma de resistencia e incluso de apropiación del espacio. Me reconozco desde un cuerpo joven acompañando a un cuerpo envejecido y cansado en resistencia frente a andares desenfrenados e inalcanzables.

Liduvina avanza despacio, con movimientos continuos sigue el ritmo del compás pausado de un cuerpo lento, mientras que yo me percibo sin encontrar mi propio ritmo. Sé que podría moverme fácilmente junto con ese caos que nos rodea, doy un paso acelerado y hago una pausa, otro paso y pausa, parezco un robot. Observo que el compás que sigue Liduvina con su caminar se encuentra determinado por el dolor y el cansancio, y a la vez es ese el ritmo perfecto para cuidar de sí misma; en cambio el mío es un compás que se reúsa a la lentitud.

Nuestro caminar en conjunto es discordante, sus movimientos lentos y mis pasos largos forman una coreografía arrítmica que no termina de embonar. Sin embargo, en las palabras si encuentro una armonía, Liduvina me cuenta la historia de cuando su prima Licha y ella se subieron al tranvía turístico por equivocación, yo escucho, me pregunta si tengo hambre a lo que asiento y me ofrece pararnos a comprar unos esquites que están al lado, prefiero continuar el camino, pregunto por su amiga Yola que vivía cerca, me platica sobre ella y seguimos avanzando. En tanto yo consigo cuidarla con mi cuerpo, ella me devuelve un cuidado atento con sus palabras.

Mientras caminamos, Liduvina regresa a lugares preservados en la memoria gracias a ciertos sitios coyoacanenses que poseen un carácter evocador, estos nos trasladan hacia una sensación de alegría al volver a los recuerdos y vincularlos con la experiencia de recuperar algo que en ese recorrido se percibe afectivamente cercano (Aguilar, 2018). El cansancio en mi abuela se acompaña ahora de una plática evocadora de afectos; llevamos ya un rato caminando y hemos conseguido transitar a diferentes velocidades entre calles, cuerpos y recuerdos.

Recordamos y construimos un diálogo, atentas una de la otra, ella cuida sus pasos y su ritmo, yo la observo y me reconozco segura de poder sobrellevar sin problema el movimiento caótico que nos rodea, la movilidad del cuidado es parte vital de nuestro andar frente a la vida apresurada que estoy descubriendo al caminar en compañía de Liduvina.

Por fin llegamos, nos sentamos en la primera mesa que vemos, nos quitamos los cubrebocas, respiramos y Liduvina enciende un cigarro que parece ser la manera perfecta para expresar el alivio de haber superado tremendo desafío urbano.

Después de casi dos horas de una larga sobremesa, es momento de continuar con la aventura. Siguiente destino: la panadería. Una cuadra y media nos espera, le ofrezco mi brazo para apoyarse y Liduvina y yo emprendemos el viaje. Encontramos menos gente en esta calle, mi caminar es mucho más lento que hace unas horas y nuestros pasos se sincronizan armoniosamente, con un ritmo mucho más tranquilo, encuentro que el caminar como tal se convierte en una práctica de entendimiento entre las dos (Lee & Ingold, 2006).

Unos minutos después, legamos al cruce de una calle, en donde aunque los carros van sumamente lento por el tráfico, ninguno cede el paso a los transeúntes. La gente los esquiva y a pesar de que esa escena resulta poco estética y bastante desorganizada, hay cierta sintonía en ese cruce. Liduvina y yo no podemos jugar a esquivar carros, de lejos noto que hay hoyos en el pavimento que tendremos que rodear y aparte llevamos un caminar lento, necesitamos que los carros paren por completo y que nos regalen una pausa de 30 segundos de su valioso tiempo para poder cruzar. Nos toca esperar. A pesar de encontrarnos en un espacio mucho más pausado, la aceleración de la vida actual nos alcanza de nuevas maneras, el espacio le pertenece ahora a los autos, lentos o veloces, grandes o pequeños, viejos o nuevos, una espera obligada para algunos es necesaria para la aceleración incontenible de otros. La pausa deja de sentirse como una forma de resistencia, ahora la experimento como una imposición inicua.

Pasan varios minutos hasta que una camioneta se detiene, una señora nos sonríe y nos cede el paso, caminamos entre máquinas y entre los monstruosos pliegues y hoyos del suelo mientras comentamos la situación que estamos viviendo. Liduvina toma mi brazo y lo aprieta fuertemente sin realmente recargarse sobre él, yo aprieto su mano hasta que llegamos al otro lado. Durante este evento, el estrés y los nervios fluyen entre nosotras, a lo largo de este caminar en compañía se encuentran en circulación afectos que moldean nuestros cuerpos (Ahmed, 2015), los cuales se encuentran alerta, tensos y rígidos. Continuamos el recorrido.

La materialidad de la calle, a diferencia de las personas, se encuentra estática, las irregularidades se encuentran completamente inmóviles y a la vez sugieren el movimiento de quienes nos atrevemos a acercarnos a ellas. Los hoyos del pavimento, el cemento quebrado y las banquetas excesivamente altas controlan la manera en la que transitamos y a su vez, relegan a los cuerpos lentos, dolientes, pesados, incapaces de superar esos obstáculos, limitando así su movilidad cotidiana. El ritmo y los obstáculos materiales de las calles reafirman lo necesario que resulta continuar con un movilidad anclada en los cuidados.

Cerca de la panadería hay más tránsito de personas, nos detenemos unos segundos y unos jóvenes se paran de la banca que tenemos a aproximadamente un metro enfrente de nosotras. Mi abuela me dice con una voz agitada “¡siéntate, siéntate, siéntate!”, reconozco en sus palabras una ligera desesperación por tomar una pausa más cómoda que la que tomamos unas horas antes. Camino rápidamente y me siento en la banca, la observo mientras acomodo mi mochila a mi lado para apartar el lugar. He pasado muchísimas veces por acá y no había notado que el asiento de las bancas está demasiado bajo, le costará trabajo sentarse. Hay muchísimas grietas en el piso, una bolsa vacía de Sabritas y personas que no se detienen complementan la escena. Sé que Liduvina no tiene problemas para llegar hasta acá, sin embargo, me pone nerviosa esta situación. Por lo menos, me tranquiliza saber que trae su bastón, lo utiliza con destreza, parece una extensión de su cuerpo con el cual percibe el terreno hasta identificar un punto seguro para apoyarse, también consigue detener a los peatones que estaban a punto de interrumpir su caminar, pareciera que el brazo-bastón va abriendo camino entre el caos y que funciona como una herramienta con la cual se sostiene y se cuida a la vez. Concentrada en el piso, Liduvina da pasos meditados, llega, se sienta e inmediatamente enciende un cigarro.

Contemplamos la tarde, reímos y seguimos platicando sobre personas que ya no están, actualizando la memoria con el fluir de la vida cotidiana, lo cual a su vez deja una intensa sensación de temporalidad (Aguilar, 2018), construimos un ir y venir entre el pasado y el presente. El espacio mismo invita a transitarlo de ciertas formas, nuestro descanso y nuestra comodidad surge de acuerdo a como Coyoacán nos lo indica, sentarnos en una banca nos permite contemplar la aceleración del mundo que en ese momento nos rodea, no le estorbamos ni nos estorba, podemos reposar en paz un momento.

Entramos a la panadería, siento que es el momento que hemos estado esperando desde que nos subimos al carro. Agarro una charola y unas pinzas, Liduvina empieza a señalar el pan que yo voy recolectando hasta que se llena por completo la bandeja. Misión cumplida.

Salimos y el aire de lluvia nos indica que es hora de volver a casa, la banca en la que estábamos sentadas está vacía, el plan a seguir es evidente. Liduvina se queda sentada en la banca mientras yo voy por el carro.

Agarro la bolsa de pan y camino hacia el lugar en el que nos estacionamos, no está lejos pero con el tráfico que hay me tardaré unos 10 minutos en volver. Camino de prisa, casi trotando, respiro acelerada, esquivo gente con movimientos abruptos, voy buscando las llaves mientras camino para no tener que pararme ni un solo segundo a buscarlas cuando llegue, me fusiono con el caos. La calle parece guiarme a un existir veloz, me encuentro lejos del ritmo lento y cadencioso al que me había conseguido acomodar. Vuelvo a conocer las calles que transito desde pequeña que son las mismas que acabamos de caminar, las vivo distinto, no solo me muevo entre el espacio sino que lo formo a través de mis movimientos. La aceleración de la vida y la sociedad actual me absorbe, junto con mis recuerdos entretejo rutas a lo largo del tiempo y construyo el lugar (Lee & Ingold, 2006).

La vida cotidiana enmarcada en una era de globalización y de una cultura neoliberal, patriarcal y capitalista, sumando las condiciones materiales de la vía pública, convirtieron nuestro paseo en una pista de obstáculos que determinó nuestros movimientos y ritmos. A partir de un ejercicio autoetnográfico, reconozco que la lentitud como premisa epistemológica, la movilidad del cuidado (Hernández, 2021) y la pausa conforman una forma de resistencia frente al aceleramiento caótico de los tiempos actuales en los que vivimos. Estos elementos, fueron claves fundamentales durante nuestro construir y transitar desde mi cuerpo joven, sano, autónomo y apresurado junto con el cuerpo envejecido, doliente, experimentado y acompasado de Liduvina. Por medio de un caminar compartido, nos fue posible acompañar nuestras experiencias desde cuerpos en condiciones distintas, encontrando pausas y conversaciones en sintonía una con la otra, en las que conseguimos intercambiar puntos de vista distintos (Lee & Ingold, 2006), todo en medio de una aceleración irrefrenable.

Estas formas de vida apresuradas obedecen lógicas individualistas y consumistas que determinan la experiencia misma de movilidad limitándola o facilitándola dependiendo de las condiciones corporales, de salud y socioeconómicas de quienes transitamos la urbe. La lentitud y el cuidado como alternativas de formas de ser y estar desde el cuerpo permiten priorizar lo colectivo y lo afectivo tomando siempre en cuenta el contexto espacial, económico, social, político y cultural en el que vivimos.

Ya sentadas y con el carro encendido, conecto mi teléfono para poner música. Nos ponemos el cinturón de seguridad y escojo una playlist de los Panchos con toda la intención de consentir a la copiloto; tres acordes de Perfidia son suficientes para que Liduvina me diga que le encanta esa canción mientras enciende un cigarro y yo bajo las ventanas del auto.

 

Bibliografía

AGUILAR, Miguel Ángel. (2018). "Memoria y afecto en el caminar urbano". En Calderón Rivera, Edith, Zirión Pérez, Antonio, Cultura y Afectividad. Aproximaciones Antropológicas Al Estudio De Las Emociones. México: UAM-I/ Diario De Lirio.

AHMED, Sara. (2015). “Introducción: sentir el propio camino”. En Sara Ahmed, La política cultural de las emociones. México: UNAM.

DE CERTEAU, Michel (1996). “Capítulo 7, Andares de la ciudad”. En Michel De Certeau, La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana.

DEBARBIEUX, Bernard. (2011). “Los imaginarios de la naturaleza”. En Alicia, Lindón, Daniel Hiernaux (Dirs.) Geografía de lo imaginario. Barcelona: Anthropos Editorial, México: UAM.

ELIAS, Norbert. (2016). “Introducción. Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados”. En Elias, Norbert y John Scotson, Establecidos y marginados. Una investigación sociológica sobre problemas comunitarios. México: FCE.

LEE, Jo e Ingold, Tim (2006). "Field work on foot: perceiving, routing, socializing". En P. Collins y S. Coleman, Locating the Field. Space, Place and Context in Anthropology. Reino Unido: Routledge.

HERNÁNDEZ, Tania. (2021). "El cuidado que no para". En Ricmo.org, s/n. Disponible en https://www.ricmo.org/movimiento-y-sensorialidades-urbanas/params/post/3817604/el-cuidado-que-no-para