https://doi.org/10.32870/vinculos.v4i8.7668
Investigación y debate
Automovilistas y control de la movilidad. Ciudad de México (1903-1933)
Diego Antonio Franco de los Reyes1
1Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM.
Resumen
El incremento del uso de automóviles en la Ciudad de México en las primeras dos décadas del siglo xx generó conflictos en torno al uso de las calles, la circulación urbana y la seguridad vial. Como consecuencia, el exceso de velocidad, la desobediencia de los reglamentos de tráfico, los congestionamientos y los accidentes viales se tornaron cada vez más comunes. En este artículo se estudian estas problemáticas y los alcances y límites de los reglamentos y los cuerpos de vigilancia establecidos por las autoridades locales que intentaron controlarlas. Se identifica el contenido de los reglamentos; el perfil los infractores que conducían con exceso de velocidad, provenientes de las élites políticas y económicas; y la incompatibilidad material entre los automóviles y otros sistemas de transporte. Se concluye que los automóviles intensificaron el congestionamiento del tráfico y la incidencia de accidentes viales debido a su naturaleza conflictiva.
Palabras clave: movilidad motorizada, automóviles, velocidad, tráfico, accidentes viales.
Abstract
The increase in automobile use in Mexico City in the first two decades of the twentieth century generated conflicts over the use of streets, urban circulation, and road safety. Therefore, speeding, disobedience of traffic regulations, congestion and road accidents became increasingly common. This article studies these problems and the scope and limits of the regulations and enforcement bodies established by the local authorities that tried to control them. It identifies the content of the regulations; the profile of speeding offenders from the political and economic elites; and the material incompatibility between automobiles and other transportation systems. It is concluded that automobiles intensified traffic congestion and the incidence of road accidents due to their conflictive nature.
Keywords: motorized mobility, automobiles, speed, traffic, road accidents.
Recibido: 09/05/2023
Aceptado: 15/08/2023
Introducción
Con la introducción de sistemas tecnológicos de la comunicación y el transporte desde finales del siglo xix, se desataron cambios en las formas de experimentar el espacio y el tiempo en gran parte del mundo. Artefactos como tranvías, automóviles, bicicletas, barcos, telégrafos, teléfonos, cinematógrafos, relojes de mano y la prensa moderna, entre otros, aceleraron los tiempos de la comunicación y comprimieron las distancias. Como consecuencia, se desarrollaron nuevas sociabilidades, sensibilidades y prácticas cotidianas que, en no pocas ocasiones, chocaron con las ya establecidas generando conflictos urbanos e intentos de los gobiernos locales por regularlos (Kern, 1983; Harvey, 2008).
El automóvil llegó a la ciudad de México a finales del siglo xix. Arribó a una urbe acostumbrada a un tráfico[1] de peatones, vehículos de tracción animal y tranvías, que tenía sus propios conflictos y contradicciones, pero que ya estaba arraigado como parte de las rutinas y ritmos de la ciudad. Por ello, el proceso mediante el cual se sentaron las bases de la motorización fue largo y complejo, y provocó cambios en la dinámica urbana, en las prácticas de los habitantes y en las formas en que se transportaban.
Mike Featherstone (2005), entre otros sociólogos que han estudiado detalladamente el uso de automóviles y sus implicaciones, resalta que han generado diversas consecuencias no esperadas. Por ejemplo, la alta demanda de espacio para circular o para estacionar a los automóviles, la recurrencia de los accidentes viales o los perjuicios al medio ambiente urbano y a la calidad de vida de sus habitantes. Si bien estas afectaciones son claras en la actualidad, en el periodo de estudio de esta investigación, cuando el uso del automóvil iniciaba su expansión en el mundo, apenas se vislumbraban.
Con el tiempo, estas situaciones comenzaron a ser percibidas en la esfera pública como un conjunto de problemas que el Estado debía regular, pues si bien los automovilistas eran una minoría, el uso de estos vehículos afectaba al conjunto de las sociedades. Con estas consideraciones en el horizonte, el objetivo de este texto es doble. Por un lado, pretendo identificar los cambios y continuidades en los reglamentos para regular el uso de automotores y sus consecuencias inesperadas en la Ciudad de México. Por otro, me interesa señalar algunos de los principales conflictos emanados del uso de automóviles, tales como las infracciones, la congestión del tráfico y los accidentes.
Las estadísticas históricas sobre la existencia de automóviles en la Ciudad de México no son abundantes, lo que dificulta medir el volumen de su crecimiento, sin embargo, existen algunos datos que permiten observar un panorama general. En un registro de abril de 1912 el Gobierno del Distrito Federal afirmó “que hasta la fecha hay 2 427 vehículos inscritos.”[2] En 1917, ya con los gobiernos de la revolución, se ordenó una reinscripción general de los vehículos que circulaban en la capital. Según estas cifras en 1918 se reinscribieron 3 200 vehículos. En la década de 1920, la expansión del parque vehicular en sus diversas modalidades continuó con una tendencia ascendente. En 1924 habían 15 781, mientras que en 1933 la cifra ascendió a 28 134 unidades (Espinosa, 2003; Gobierno del Distrito Federal, 1930).
En el caso que nos ocupa, es claro que la movilidad motorizada, como parte de la modernización urbana, requirió establecer reglamentos, procedimientos administrativos e incluso cuerpos policiales específicos. Con el aumento de vehículos se incrementaron los conflictos y las variables por considerar al momento de regular la circulación urbana. Por ello, los reglamentos fueron cada vez más complejos. Asimismo, el personal encargado de regular el uso de automóviles, como parte del conjunto de la burocracia estatal, fue adquiriendo formas organizativas cada vez más complejas y experiencia en torno a la administración de la movilidad.
Una de las principales prácticas de los automovilistas que resultaban problemáticas para los usuarios de la calle y los administradores públicos fue el exceso de velocidad, que pronto fue limitada en los reglamentos debido a que se relacionó con los accidentes viales. Para los automovilistas, la velocidad era uno de los principales atributos por explorar de sus vehículos. Por otro lado, la incompatibilidad material de los diversos sistemas de transporte provocó la congestión de la circulación, que fue considerada como otro problema grave relativo a los automóviles.
Estos conflictos derivaron de factores diversos. Aquí destaco la desobediencia generalizada de los reglamentos, ya que automovilistas, camioneros, tranviarios, peatones y hasta la policía actuaban según lógicas particulares e intereses específicos que constantemente se contradecían. Otros factores fueron la incompatibilidad de los diversos sistemas de transporte, la inadecuación de algunas calles para el tráfico motorizado y el incremento incesante de vehículos motorizados. Así pues, lo que sucedía en las calles cotidianamente contravenía en cada momento el orden deseado.
De ahí que los encargados de hacer cumplir las reglas tuvieran capacidades limitadas y no siempre fueran eficientes para asegurar la obediencia. Con el tiempo, las autoridades fueron adquiriendo experiencia y modificaron los reglamentos con la intención de controlar lo que sucedía en las calles. Y aunque nunca fue del todo posible imponer el orden, sus estrategias fueron cada vez más eficientes pues consideraron la complejidad creciente de los vehículos en circulación. Sin embargo, la situación que se impuso no fue ni un control total ni un caos constante, sino la negociación de las normas, pues cada usuario veía por sus intereses y no siempre era lo más sencillo o mejor para para ellos seguir el reglamento.
Para mostrar estas situaciones el texto está dividido en tres apartados. El primero describe la expedición de reglamentos y señala los elementos de la circulación de vehículos que fueron objeto de control por parte de la administración. La segunda sección busca mostrar los alcances y límites de la aplicación de la ley, mostrando, por un lado, el perfil de los infractores que corrían a altas velocidades y su capacidad de negociación con las autoridades. Por último, la tercera parte se aboca a mostrar el origen del problema de la congestión del tráfico y los accidentes viales.
El periodo abordado responde a los tiempos oficiales de la publicación de reglamentos de tráfico. El primero, como se verá, se publicó en 1903, mientras que el de 1933 forma parte del cambio de modelo de gobierno del Distrito Federal y la Ciudad de México. Las fuentes con las que se construyó la argumentación son los reglamentos, los reportes de infracciones y multas que levantaron los gendarmes, las peticiones de los infractores para reducir castigos y notas de prensa que abordaron estos temas.
Expedición de reglamentos: registros, velocidad y policía
En la capital, los efectos de la modernización intentaron ser regulados a través de la centralización de los poderes público, la expedición y actualización de reglamentos y la creación de instituciones de control. Pero estos procesos estuvieron marcados por las disputas de poder entre las autoridades locales y federales; por las reconfiguraciones políticas y administrativas resultado de estos conflictos; y por las coyunturas como la centralización política porfiriana, la revolución y la reconstrucción posrevolucionaria. Así pues, el contenido de estos reglamentos debe ser interpretado en función sus objetivos específicos, regular el uso de automóviles, pero también considerando la historia política de la capital y la modernización de la burocracia administrativa.
El primer “Reglamento para la circulación de automóviles” se publicó en agosto de 1903 por el Gobierno del Distrito Federal. Fue un código compuesto de apenas 17 artículos en el que se definían las reglas básicas para el uso de vehículos motorizados en la ciudad. Asimismo, definió las atribuciones de la autoridad federal y municipal, con una clara primacía de la primera. Al ser el primer reglamento fue algo escueto, pues consideraba solo aspectos generales de la circulación de automóviles, sin tener en cuenta otros sistemas de transporte y otros usos de la calle. Sin embargo, vale la pena detenerse un momento en su análisis, pues sentó las bases para las posteriores regulaciones en torno al uso de automóviles.[3]
Este código se conformó a partir de tres elementos básicos que serían reproducidas en los siguientes. Primero, las actividades administrativas: el registro de vehículos y la expedición de licencias para circular y conducir, controlado por el Gobierno del Distrito Federal (gdf. Segundo, los comportamientos y prácticas que los automovilistas debían seguir a la circular en las calles de la ciudad: velocidades, formas de cruzar la calle, comunicación entre conductores, maneras de rebasar, etc. Tercero, los castigos correspondientes a las infracciones al reglamento.
El código de 1903 funcionó durante diez años. En 1913, luego de los sucesos de la Decena Trágica, que terminaron con el derrocamiento del gobierno de Francisco I. Madero (1911-1913), el presidente de facto Victoriano Huerta (1913-1914), procuró imponer orden y disciplina militar en la ciudad (Knight, 2010). Ante este panorama, no es de extrañar que se publicara un nuevo reglamento de circulación que, a diferencia del anterior, tenía en cuenta a los diversos tipos de vehículos que marchaban por las calles. Con este código, expedido en 1913, hay un cambio en la forma de tipificar y establecer las normas para controlar la movilidad urbana. En efecto, desde este momento las normativas incluyeron artículos para los diversos medios de transporte, pero también para dirigir su interacción en las calles y con los peatones. Hay que tener en cuenta que en esta década el tráfico de vehículos, los congestionamientos y los accidentes ya se habías convertido en un problema público.[4]
En 1917, luego del fin de etapa más violenta de la revolución, se promulgó la nueva constitución y con ella una nueva Ley de Organización del Distrito y Territorios Federales que produjo nuevos arreglos de poder y pugnas por el control de la ciudad de México. En este contexto, como parte de la centralización administrativa, en 1918 el Gobierno del Distrito Federal expidió el “Reglamento de Tráfico”, en el que las tareas administrativas fueron repartidas entre el poder federal y los ayuntamientos, provocando ciertas redundancias. Se ordenó al gdf la creación de una oficina especializada en la regulación del tráfico urbano y hacer un nuevo registro de los vehículos que circulaban en la ciudad de México, expedir nuevas licencias y placas. En dicho reglamento se introdujeron varios elementos nuevos. Por ejemplo, se dedicaron varios artículos al control del comportamiento de los peatones y la manera en que se desplazaban y cruzaban las calles.[5]
Pero la principal novedad fue la creación de la Oficina de Tráfico dependiente del gdf, que tenía como objetivo explícito dirigir y controlar la circulación en sus diversas modalidades. Para ello creo un cuerpo especializado de policía de tráfico, que contó con algunas motocicletas y medidores de velocidad. Asimismo, se introdujeron códigos de señales y sonidos para que los agentes coordinaran el flujo del transporte en los cruceros, como se verá en el siguiente capítulo. Sin embargo, cada uno de los ayuntamientos contaron con un Departamento General de Vehículos encargado de negociar las tarifas de los automóviles de alquiler, de cobrar impuestos a los propietarios de y de vigilar las calles, a través de inspectores especializados, la policía y los agentes de tráfico y a la policía.
Finalmente, con la reforma que desapareció los ayuntamientos del Distrito Federal, aprobada en diciembre de 1928, y creó el Departamento del Distrito Federal en un organismo puramente administrativo. Esta entidad se distinguió por seguir un enfoque técnico que se justificaba ante la necesidad de administrar de manera planificada y racional, sin distorsiones políticas, la complejización creciente de la dinámica urbana de la capital relacionada con el aumento de la población, la expansión urbana, la industrialización y el incremento de los transportes (Rodríguez, 2013). En este contexto se expidió el 30 de junio de 1933 el Reglamento de Tránsito del Distrito Federal, como un parte del ajuste general de la administración del ddf. Este último código creó nuevas instituciones especializadas encargadas de establecer y administrar el transporte motorizados privado, público, de pasajeros y al servicio del Estado. Se insertaron nuevos cambios y distinciones, en un contexto en que los transportes de tracción animal ya habían dejado de ser el sistema dominante.[6]
Su principal innovación fue la definición de zonas de tráfico intenso en las que las calles tenían un solo sentido; el establecimiento de límites mínimos de velocidad en calles, calzadas y carreteras, atendiendo al crecimiento de la escala de la capital y de la infraestructura carretera que conectaba a las ciudades; la protección de la infraestructura de pavimentos de las calles y la prohibición de que el transporte jalado por animales que fuese demasiado lento, pesado o careciera de llantas recubiertas de caucho circulara por las zonas centrales de la capital. En suma, este reglamento marca el fin de la transición del transporte de tracción animal al de tracción mecánica como principal medio de desplazamiento. Evidentemente, ante la inexistencia de los ayuntamientos, todas las atribuciones de este reglamento recayeron en el ddf.
A continuación, analizaré el contenido de los reglamentos y los cuerpos burocráticos encargados de hacerlos cumplir, a partir de algunos temas que los atraviesan y que dan cuenta de la evolución de los mecanismos administrativos para controlar el uso de las calles y la circulación de vehículos. Ante el crecimiento de los transportes motorizados y la densificación del tráfico, la movilidad urbana sufrió cambios en sus ritmos, velocidades, riesgos y conflictos, por lo que los reglamentos intentaron tipificarlos y establecer medidas para acotarlos, mientras que la burocracia local tuvo que ampliarse y especializarse.
En concordancia con el centralismo promovido por la ley de 1903, la autoridad encargada de registrar a los vehículos y conductores fue el gdf. El gobernador aprobaba las licencias para conducir y los permisos de circulación de los vehículos luego de que fueran examinados por un perito especializado. En el caso del examen de las máquinas se evaluaba que sus sistemas (motor, frenos, llantas) y sus piezas estuvieran en buenas condiciones. En cuanto al solicitante, se tomaba en cuenta su conocimiento del funcionamiento del vehículo y su habilidad para conducir, que también era evaluada por el perito. Éste emitía una calificación sobre el estado de los automóviles y las habilidades de los solicitantes al gobernador y era éste quien aprobaba la solicitud.[7]
La identificación del vehículo, del propietario y de los chauffeurs era importante para poder llevar un registro de sus contribuciones, adeudos o infracciones. Por ello, se asignaba al automotor un número que se fijaba a la carrocería en un lugar visible mediante una placa, que además tenía el nombre del propietario y su domicilio. A quienes solicitaran permiso para conducir se les asignaba un número de licencia y se le requerían dos fotografías; una se incorporaba al documento y otra a los registros del gdf. Finalmente, se establecía que quienes dieran de alta un vehículo debían pagar contribuciones bimestrales a la Subdirección de Ramos Municipales. El monto del pago se calculaba según el número de asientos, pues se cobraban cuatro pesos por cada uno a excepción del sitio del conductor.[8]
Límites de velocidad y zonas de circulación
La revisión de los reglamentos deja ver que los vehículos motorizados y su velocidad van adquiriendo un papel cada vez más importante en la organización de la circulación y en la reglamentación. Si en el primer reglamento los carruajes tirados por caballos dictaban los límites, en los siguientes son definidos por las capacidades de los automóviles y por el tráfico automotriz. Esto provocó que las autoridades realizaran clasificaciones de viejos y nuevos vehículos en función de criterios cambiantes. Asimismo, surgieron tipificaciones de polígonos urbanos con límites de velocidad específicos por los que cierto tipo de vehículos podían circular.
En el reglamento de 1903 se estableció una jerarquía entre las vialidades adecuadas y las inadecuadas para circular a la velocidad que podía alcanzar el automóvil. El límite máximo fue de “cuarenta kilómetros por hora en las calzadas o caminos poco transitados, y de diez kilómetros por hora en las calles o lugares de mayor tráfico.” Mientras que “en los sitios en que fuere grande la circulación de transeúntes, carruajes, o tranvías, la velocidad de los automóviles será igual a la de los demás vehículos de que se trata.”[9] Es decir, en dichas zonas, la velocidad media de los transportes de tracción animal era el límite para los automovilistas. Esto muestra la voluntad de la autoridad de adaptar al vehículo a las prácticas de movilidad vigentes. Desde este reglamento se estableció que cuando los vehículos se acercaran a un crucero debían hacer sonar su claxon para alertar a otros vehículos y peatones.
En el código de 1903 ya se regulan las interacciones entre los transportes de tracción animal y los motorizados, pero sigue siendo la velocidad de los caballos la que impone los límites. En efecto, el límite máximo para todo vehículo en las calzadas fueron los 40 kilómetros por hora, mientras que en las calles más congestionadas el límite fue la velocidad del trote de los caballos, es decir, diez kilómetros por hora.[10]
El reglamento de 1918 tenía como supuesto un tráfico más congestionado, por lo que los límites se redujeron en comparación con el código anterior. Como resultado, se estableció el límite en función del tipo de tracción: para los vehículos de tiro, la velocidad propia del trote de los animales; para los automóviles, treinta kilómetros por hora. Además, se estableció una zona considerada de tráfico intenso, en el centro de la ciudad, en la que el límite fue de veinte kilómetros por hora. En este caso, ya no era el paso de los animales el que dictaba los límites, sino las capacidades técnicas propias de cada tipo de transporte en las calzadas, y el tráfico en el centro de la ciudad.[11]
Esta tendencia de clasificar los vehículos y establecer límites de velocidad según los ritmos del tráfico se mantuvo en el reglamento de 1933. Sin embargo, lo que cambió fue que se tenía como supuesto que la mayoría de los vehículos circulantes eran automóviles. Los vehículos de tracción animal que no contaran con ciertas condiciones materiales o que por su velocidad entorpecieran el tráfico fueron relegados de las zonas más transitadas. En efecto, se prohibió su circulación en las zonas de intenso tráfico, es decir, en el casco histórico de la capital y su zona comercial, aquellos vehículos tirados por animales “que carezcan de muelles, de llantas de hule, o que por el peso de sus bultos o mercancías que transporten, constituyan un obstáculo o un peligro para el tránsito o para la conservación de los pavimentos.”[12]
Las velocidades límite fueron un elemento que se diversificó en este reglamento, seguramente por la complejización de la circulación debido al aumento de vehículos. En primer lugar, se acotaron sectores de “intenso tráfico” en el “Primer cuadro” de la Ciudad de México y, dentro de éste se definió un “Sector Comercial”. En las calles de estos perímetros el límite máximo de velocidad fue de 30 kilómetros por hora, pero se añadió un límite mínimo de 15, lo que expresa el afán de las autoridades de hacer fluida la circulación. En segundo lugar, se establecieron límites para calzadas en despoblado de 40 kilómetros por hora. En carreteras el máximo fue de 60 y el mínimo de 20.[13]
Estas medidas señalan dos cambios importantes con respecto a los reglamentos anteriores. El primero es que ya no se definen los límites de la velocidad en función del trote de los caballos; era el ritmo del tráfico fluido que deseaban las autoridades y la rapidez propia de los automóviles la que marcaron los topes. Por otro lado, el establecimiento de límites mínimos indica que la circulación de transportes tenía que ser constante y mantener un cierto ritmo para evitar los congestionamientos, resultado de la masificación del tráfico.
Policía
Los cambios en torno a las corporaciones encargadas de controlar a los automovilistas en las calles es el último punto por tratar. Para el cumplimiento de los reglamentos y sus disposiciones se utilizaron varios recursos. Cuando empezaron a circular los automóviles, quienes quedaron como responsables de vigilarlos en las calles fueron la policía y los inspectores del ramo de transportes tirados por animales. La imposición de multas de entre cinco y cien pesos, a quienes cometieran infracciones al reglamento y la vigilancia policial fueron las estrategias utilizadas. Sin embargo, sus acciones fueron poco eficientes para mantener el orden debido a la inexperiencia de los gendarmes, a la constante desobediencia de los conductores, y a la falta de herramientas técnicas de la policía para detener a los conductores.
Paulatinamente, esta ineficiencia intentó ser reducida con la inclusión de estrategias de carácter administrativo y técnico. En el reglamento de 1918 se creó una Oficina de Tránsito dependiente del gdf, con personal propio, con autonomía de la policía y encargada exclusivamente de controlar la circulación. Se designaron 35 vigilantes, junto con cuatro jefes de grupo, dos jefes de tráfico y un director general, además de tres peritos especializados para la inspección de vehículos y chauffeurs. De los 35 vigilantes serían seleccionados algunos para dotarlos de motocicletas provistas de medidores de velocidad; tenían la obligación de “perseguir a los automóviles que corran a una velocidad mayor que la permitida por este reglamento”.[14] Además, otros agentes se encontrarían en los cruces más transitados para dirigir el tráfico mediante un conjunto de señales corporales y sonidos producidos por un silbato. Aunque la capacidad de los agentes mejoró, el constante aumento de los vehículos en circulación minó su capacidad de imponer la fluidez en el tráfico.
En 1933, luego de la consumación de la centralización, las instituciones encargadas de aplicar el reglamento se incrementaron y tuvieron funciones aún más especializadas, aunque todas respondían a un mando único. En efecto, ahora eran tres instituciones, todas dependientes del ddf. Primero, la Oficina de Tránsito del Distrito Federal encargada de las tareas administrativas. En segundo lugar, el Cuerpo de Policía de Tránsito, dedicado al control y ordenamiento de la circulación en las calles y a hacer cumplir el reglamento. Y, por último, la Oficina Central Calificadora de Infracciones, que tenía el objetivo de valorar las faltas levantadas por la policía e imponer multas.[15]
Como se aprecia, la modernización de la movilidad urbana demandó la creación de cuerpos administrativos cada vez más especializadas para controlar y regular una circulación que era cada vez más densa y compleja. Pero la puesta en práctica de los reglamentos siempre fueron parciales pues las disposiciones no se cumplieron a cabalidad. Por el contrario, lo común fue la negociación de la norma, la comisión de infracciones por parte de los automovilistas y la ineficiencia de los policías. Más que buscar efectivamente la prohibición de comportamientos inadecuados, como decía la letra de los reglamentos, las autoridades se encargaron de administrar conflictos que difícilmente podrían eliminarse.[16]
Exceso de velocidad: infracciones e infractores
Con lo descrito con anterioridad se pueden observar paralelismos con las observaciones que Michael Bess (2016) ha apuntado que para el caso de las leyes de tráfico en la ciudad de Monterrey en los años 1920 y 1930. A saber, las autoridades locales buscaron controlar el uso de automóviles para que no afectaran a las prácticas de movilidad existentes. Sin embargo, cuando el automóvil comenzó a usarse como transporte público y luego, al convertirse en el principal medio de desplazamiento hacia finales de los años 1920, los subsecuentes reglamentos procuraron adaptar a los otros vehículos a la presencia de los automóviles. Bess apunta que los automotores, por sus velocidades, potencia y peligro estuvieron sujetos a varias disposiciones que limitaban y delineaban sus usos y el comportamiento de los automovilistas, pero también de los peatones y otros transportes, con el objetivo de evitar accidentes o congestionamientos.
Para los gobernantes y reformadores tanto del porfiriato tardío como de la posrevolución, la modernización de la ciudad radicó, en parte, en el control de las calles y los espacios públicos. Pero lo que sucedía en ellas cotidianamente no correspondía con el ordenamiento contenido en los reglamentos. En efecto, conductores, propietarios, peatones y a veces hasta la policía no siempre siguieron las reglas, pues cada sujeto respondía a lógicas particulares que constantemente se contradecían y dificultaban seguir las disposiciones.
Además, hay que sumar otros factores. Por ejemplo, los reglamentos no siempre eran del todo conocidos por el público y su alcance era relativo pues había una gran cantidad de habitantes de la ciudad que no sabía leer. De ahí que tuvieran capacidades limitadas y no siempre fueran eficientes para asegurar la obediencia de los reglamentos. Los abundantes llamados del gdf tanto al público usuario de automóviles a cumplir con la normatividad, como a los cuerpos de policía a hacer cumplir las reglas, sobre todo en cuanto a los límites de velocidad, son un indicador en este sentido. Tercero, la regulación de los transportes fue confusa y redundante pues en algunos casos, como el de los automóviles de alquiler, se aplicaban dos reglamentos diferentes, lo que provocó confusiones, vacíos y redundancias.[17]
La policía y los inspectores se encargaron de vigilar a los automóviles y de registrar las infracciones al reglamento. Los gendarmes fueron dispuestos en puntos fijos, mientras que los inspectores hacían recorridos en las calles observando posibles faltas. Pero el incremento constante de vehículos que circulaban por las calles rebasó los recursos materiales de la policía y el gobierno para imponer la autoridad. Muchas veces los infractores solían huir en sus vehículos para evitar ser multados; la policía y los inspectores, que andaban a pie, no podían alcanzarlos y no siempre alcanzaban a registrar el número de placa.[18]
Para comprender dar cuenta del exceso de velocidad y de cómo operaban los policías en torno a estas infracciones y la negociación de la norma, sin útiles los reportes y multas realizados por los gendarmes e inspectores. Dichos registros, junto con los reclamos de los infractores son bastante cuantiosos. Se trata de fuentes documentales que proveen bastante información para conocer la manera en que conducían los automovilistas, las faltas que cometían y los conflictos que tenían con otros transportes, así como los argumentos que esgrimían para rechazar las multas. Asimismo, permiten observar cómo funcionaba el ejercicio de la autoridad al momento de regular a los automovilistas y las disputas entabladas con los usuarios de las calles. El patrón de infracciones identificado fue resultado de la revisión de una muestra aleatoria del 5% de los expedientes, para los años 1903 a 1918, que es el periodo para el cual se cuenta con registros más precisos.
Las principales faltas fueron conducir sin documentos, el uso indebido de placas, marchar sin las luces reglamentarias y el exceso de velocidad. Las infracciones variaban en cuanto a su recurrencia y gravedad. Era mayor el riesgo ligado al exceso de velocidad que al relativo a no traer la placa correspondiente. Por ello, me centraré en la falta que fue más polémicas y peligrosa: conducir a exceso de velocidad. Esta falta representaba un riesgo para los peatones y otros vehículos, ya que las altas velocidades reducían las posibilidades de evitar choques.
El uso de automóviles a gran velocidad fue una práctica recurrente de los automovilistas pues justamente era uno de sus principales atractivos, mientras que los coches tirados por caballos no excedían los 15 kilómetros por hora, el Modelo T, de la Ford Motor Company, el más barato y simple, podía llegar hasta los 70 kilómetros por hora (Booth, 2011). La constancia en el exceso de velocidad se debió, en parte, a la rapidez propia de los automóviles y a la falta de pericia de algunos conductores. Pero también a la incapacidad de las instituciones de controlar una tecnología para la que no estaban preparados. Aunque con el tiempo se crearon policías especializadas mejor equipadas y ganaron experiencia, su labor regularmente estuvo a la zaga de los infractores.
En los reportes de los gendarmes queda claro que entre 1903 y 1918, la mayoría de las infracciones de este tipo ocurrieron en las demarcaciones cuatro, seis, siete y ocho, es decir, en los que se ubicaban al poniente y sur poniente de la capital. Sobre todo, en las calzadas y paseos que contaban con pavimentación y espacios amplios como en la segunda sección del Paseo de la Reforma, la colonia Roma o Santa María la Ribera, pero también en las calles más transitadas como la avenida San Juan de Letrán, San Francisco, 5 de Mayo o 16 de Septiembre. Esto indica que los automovilistas solían andar con exceso de velocidad en las calles que contaban con la infraestructura adecuada para ello y en las colonias habitadas por las élites locales.
De hecho, los conductores, provenientes en gran medida de las élites políticas y económicas, cuestionaron constantemente a las autoridades, negando que marcharan a exceso de velocidad. Para ellos, no estaba claro que los policías tuvieran la capacidad para determinar la falta a simple vista, sin algún recurso técnico. De hecho, el equipamiento de los policías era limitado, y los que estaban en los cruceros no contaban más que con un silbato y una base sobre la que se posaban para tener mayor visibilidad. Por ello, muchos automovilistas dirigieron misivas al Gobernador del Distrito Federal en las que solicitaban que se levantaran las multas. Sus argumentos fueron variados, pero se pueden destacar tres: la ya mencionada incapacidad de los gendarmes para determinar la velocidad de un vehículo en movimiento; el error de los agentes al momento de tomar el número de placa; y la imposibilidad técnica del vehículo en cuestión para rebasar los límites de velocidad debido a su conformación técnica.
El caso de Roberto G. Carlisle sirve para ilustrar varios de estos puntos. Después de pagar la multa por exceso de velocidad, escribió en septiembre de 1907 al gobernador del Distrito Federal aduciendo varios problemas en torno a la determinación de la infracción cometida. En primer lugar, argumentó que “hace aproximadamente dos años que tengo en uso mi automóvil, y tanto por este motivo, cuanto porque la máquina no es poderosa […] mi automóvil no puede caminar infringiendo el artículo citado.” La segunda razón fue que se imponían infracciones de manera arbitraria al basarse en “informes no del todo exactos”, lo que resultaba en un abuso de los gendarmes y los inspectores de vehículos.
Por ello “con el objeto de coadyuvar hasta donde me sea posible a evitar que la práctica de levantar infracciones, la mayor parte de las veces arbitraria se convierta en un abuso, a ciencia y paciencia de los particulares, vengo a solicitar se practiquen las diligencias que sean del caso, y se me muestren las practicadas.” No sin algo de ironía, el remitente cuestionó los métodos de la policía e inspectores para determinar los casos en que se excedía la velocidad reglamentaria haciendo énfasis en la falta de rigurosidad y en la carencia de métodos precisos. Carlisle continuó argumentando:
No creo que los inspectores o los Agentes de Policía puedan tener base segura para rendir sus informes, si no es científicamente, y por lo tanto, estoy seguro de que habrán usado alguno de los métodos que en todas partes se usan para demostrar esta clase de infracciones; por consiguiente, y entre las cuales, seguramente ha de estar la prueba de reproducción fotográfica y si de todo esto no apareciere, como indudablemente no aparecerá, infringido el artículo antes mencionado, pido se me devuelva el importe de la multa, pues de otra manera, sería tanto como atenerse al informe que un individuo pudiera dar, por decirlo así, a ojo de buen cubero, como que el ojo humano es incapaz de apreciar una diferencia de velocidades, entre nueve kilómetros nueve décimos, y diez kilómetros.[19]
El remate de la carta reforzó el cuestionamiento a las autoridades pues el autor estaba seguro de la dificultad para reconocer la velocidad de los vehículos a simple vista. Finalmente, el Gobernador decidió levantar la multa. Para los automovilistas estos sucesos representaban un abuso de poder de la autoridad. Pero la incapacidad de las autoridades para implementar métodos más precisos para identificar esta infracción fue una constante y no se modificó en varios años a pesar de las quejas recurrentes.
El exceso de velocidad fue también un problema para los servicios de taxis. Esta falta fue reportada tantas veces por la policía con la correspondiente imposición de multas que los empresarios llegaron a considerarla como una amenaza para su negocio. Como consecuencia, las tensiones entre propietarios, trabajadores y funcionarios se intensificaron. Los dueños consideraban a sus empleados como responsables de las faltas y, por lo tanto, reclamaron que ellos pagaran los castigos.
Por ejemplo, en octubre de 1906, Arturo Portillo, propietario de los vehículos del primer sitio de automóviles de alquiler de la capital, solicitó que las multas impuestas por exceso de velocidad de sus vehículos de alquiler fueran cubiertas por sus empleados y no por él. Argumentó que “soy yo quien está reportando las multas de ese delito, con el doble perjuicio de quedarme sin el conductor, el cual abandona el trabajo al saber que su automóvil fue multado.” Para Portillo, los conductores eran los responsables directos de las infracciones y él, por el contrario, el principal interesado en que sus autos “marchen a paso regular” por lo que se comprometió “a presentar a la autoridad al ‘Chauffeur’ que resulte responsable de la referida infracción.” No obstante, el gobernador rechazó su petición, ya que, según el reglamento, los propietarios debían pagar las multas.[20]
Los representantes de las compañías también cuestionaron la capacidad de los gendarmes para detectar correctamente la velocidad de los vehículos. Fue el caso del reclamo de la Compañía de Autotaxímetros Mexicanos, que, defendiendo sus intereses e ingresos, envió una carta fechada el 14 de abril de 1910 al gdf, rechazando la imposición de multas que, a juicio de la compañía, eran injustificadas. El gerente de argumentó que
Las infracciones de referencia se contraen a la velocidad de los autotaxímetros calificada potestativamente por los agentes de policía, que carecen de idoneidad para apreciar si la rapidez del vehículo es mayor que la preceptuada; y más se acentúa esta deficiencia, en el momento mismo de tomar el número; acto que demanda una vista singular y que, en el frecuente caso de no serla, aclara derechos bien definidos y claramente violados sin fundamento legal alguno. En efecto, si el agente es tan apto para medir con la sola percepción de sus sentidos, una velocidad que extralimite en uno o diez metros las disposiciones reglamentarias, más hábil debe ser para distinguir en la violencia inicial y exagerada del vehículo, el número de ésta generalmente de cuatro cifras, poco distintas a distancia y particularmente en las noches. Y con base semejante, se gravan intereses vinculados en la labor honrada y en el esfuerzo personal, y se producen gravámenes y entorpecimientos al capital invertido en negocios lícitos que concurren directamente al progreso de la ciudad, el cual deben favorecer las autoridades, por lo menos, con su equidad y justificación.[21]
El 29 de julio de 1910, el gerente de la Compañía de Autotaxímetros, objetó de nuevo al gdf la legitima detección de las infracciones. Argumentó que éstas se basaban en “la apreciación individual de un Agente de Policía, que desgraciadamente por su escasa cultura y en muchas ocasiones por su espíritu de autoridad y de mando, hace apreciaciones erróneas.” El gerente, férreo creyente de la tecnología, recomendó “la comprobación numérica experimentada con relojes, aparatos u otros sistemas de orden mecánico que dejen comprobada la infracción; medios únicos que acreditarían honrada y legalmente las violaciones al Reglamento.”[22]
No obstante, la aplicación de penas no cesó, por lo que la Compañía decidió cobrarlas a sus empleados. Para ello, solicitó a la Inspección General de Policía que los gendarmes indicaran en las hojas de multas la fecha en que los chauffeurs infringieron el reglamento, con el objetivo de demostrar las faltas y castigarlos. La medida provocó malestar y deserciones de los trabajadores. El gerente comunicó al gobernador las afectaciones: “una desorganización onerosa, que traducida en metálico no solamente la pone en el caso de suplir y perder por ende las cantidades de multas, sino que se ve privada del trabajo de los conductores, cuyo número en los momentos actuales no es el suficiente para las necesidades del movimiento citadino.” Las autoridades no cambiaron de método para controlar la velocidad, por lo que la Compañía tuvo que asumir las multas como una parte constitutiva de su negocio.[23]
Constantemente se ponía en duda las acciones de los agentes e inspectores al infraccionar, remarcando su arbitrariedad. Sin embargo, los reclamos se hacían desde los intereses de los automovilistas, pertenecientes a las élites, que sentían que la autoridad, representada en las calles por los gendarmes, que en varios casos provenían de los sectores populares, coartaba su libertad de circular por las calles de la ciudad. Mientras que la autoridad justificaba sus acciones en nombre del orden, los automovilistas defendían con varios argumentos sus nuevas posibilidades de desplazamiento y sus negocios. Pero también había un cruce de cierto clasismo, pues si bien los propietarios argumentaban la incapacidad de los gendarmes para determinar las faltas por carecer de las herramientas técnicas adecuadas, también los señalaron por su supuesta “escasa cultura”, con ello marcaban las diferencias de clase entre ellos y los policías e intentaban reducir su credibilidad y capacidad.[24]
Si bien los conductores defendían su derecho a la libre circulación y consideraban a las autoridades como abusivas, gran parte del conflicto provenía de la incapacidad y desorganización de las autoridades. Hay que considerar que el impacto de la revolución en la ciudad mino considerablemente la capacidad para administrar y controlar los problemas urbanos como el abasto, los servicios públicos o el tráfico. Aunado a ello, las redundancias en los reglamentos y la invasión de atribuciones fue otra constante que provocó problemas y enfrentamientos entre las mismas autoridades.
Problemas del tráfico: congestión y accidentes
La desobediencia generalizada de los reglamentos contribuyó a la generación de problemas como la congestión del tráfico y los accidentes. A pesar de que los reglamentos fueron relegando paulatinamente al transporte tirado por caballos, no significa que dejaran de existir. Mientras tanto, los automóviles y camiones que circulaban en la Ciudad de México aumentaron constantemente, provocando la densificación del tráfico. Esta coexistencia de diversos sistemas de transporte fue compleja y estuvo plagada de problemas y conflictos.
Los congestionamientos significaban marchas lentas o la detención de la circulación. Algunas de sus causas fueron la competencia entre diversos sistemas de transporte público por pasaje o por los lugares más concurridos para establecer sus estaciones. Pero también se debían a las incompatibilidades materiales entre los diversos transportes. Por ejemplo, los automóviles que describían recorridos flexibles regularmente invadían las vías de los tranvías; el descenso de pasajeros del transporte colectivo ya fuese de tranvías o de camiones, en paradas ubicadas en medio de las calles generaba accidentes y retrasos en los otros vehículos. En algunos puntos, como las calles estrechas, el congestionamiento se debía a la densidad del tráfico, a la inadecuación física de las calles y a la circulación en ambos sentidos. Además, los peatones y paso también fueron considerados como causa de congestiones.
A continuación, citaré algunos episodios cotidianos del tráfico en la Ciudad de México que ilustran estas situaciones causadas por la incompatibilidad de los diversos sistemas de transporte. Esta inadecuación se dio sobre todo por la interacción de los vehículos motorizados con los carruajes tirados por tracción animal y los tranvías eléctricos. El origen del desencuentro entre carruajes y automóviles se derivó de la diferencia de velocidades. La baja velocidad de los carruajes, fuesen de pasajeros o de carga, en comparación con la de los automóviles, provocaba la reducción del ritmo del tráfico en su conjunto, sobre todo en las calles estrechas, en donde rebasar se volvía más difícil. Por otro lado, en los cruceros, al detenerse y luego avanzar, su arranque era más lento, por lo que disminuían la velocidad general de la circulación (Errázuriz, 2010).
Ante el incremento de automóviles, y el descenso constante de los carruajes, éstos se vieron cada vez más asediados en las calles. Esto aumentaba las posibilidades de que el cochero perdiera el control sobre sus animales si estos se asustaban y desbocaban ante la presencia de un automóvil o tranvía. Los caballos eran sensibles al ruido, velocidad y contacto con otros vehículos. La incompatibilidad de las velocidades de coches tirados por caballos y automóviles quedó registrada en la prensa moderna, que registraba con detalle los conflictos, sucesos y pormenores de la vida urbana (Fritzsche, 2008). Por ejemplo, en una nota publicada en el diario El Imparcial el 3 de junio de 1906, al describir uno de los típicos paseos dominicales en Plateros, observó que
El automóvil está hecho para las grandes velocidades. Para usarlo con toda velocidad se construyen caminos especiales, libres de obstáculos. Se supone, y con razón, que quien tripula un automóvil lo hace por sport, o bien para abreviar considerablemente el tiempo. Por ello evita siempre las calles más transitadas y más exiguas, y se lanza por las amplias avenidas y por las calzadas en las que puede maniobrar con entera libertad. Pero es verdaderamente ridículo lo que se observa entre nosotros. En el Paseo vespertino de Plateros, no es raro ver en la estrecha calle, entre los carruajes que marchan al paso deteniéndose a cada momento, automóviles que resoplan como si estuvieran inquietos, que caminan lentamente aún a riesgo de deteriorarse, y que emplean muchísimo tiempo en pasar de una esquina a otra.[25]
El trazado de las vías no siguió criterios uniformes, pues en algunas calles corrían por el centro, mientras que en otras iban a los lados. En la Imagen 1 se puede apreciar la cercanía con la que marchaban los vehículos y las paradas que hacían los tranvías en medio de las calles, rodeados de automovilistas que ponían en peligro a los peatones en la avenida Chapultepec, que justamente al ser una avenida amplia favorecía que los conductores marcharan con velocidades más altas lo que reducía su capacidad de maniobra ante los obstáculos. Este hecho redundaba en la ralentización del tráfico y en congestionamientos intermitentes (Berra, 1982).
Imagen
1:
“Automóviles transitan por la avenida Chapultepec”, 1925
Fuente: Hermanos Casasola, 1925, Fototeca Nacional, inah, Colección Archivo Casasola, en línea.
En la Imagen 2 se observa la invasión de las vías férreas por parte de los automovilistas debido al trazo de las calles y las líneas metálicas. Este hecho aumentaba las posibilidades de que los tranvías y los automotores se estorbaran mutuamente y fue motivo de constantes quejas de la compañía. Sin embargo, esto en parte se debía a la estrechez de las calles, que tornaba difícil que cada vehículo circulara por un carril definido. Se aprecia cómo se aproximan al mismo tiempo a la bocacalle —en donde se encontraba el foco de la cámara—, un trolley, un automóvil que pasa por encima de los rieles, en este caso de manera inevitable ya que su trazo describía una curva, y un carruaje a su derecha. Además, se observa una gran cantidad de peatones, marchando por unas banquetas de baja altura. Al fondo se alcanzan a ver otros vehículos en marcha o estacionados, y peatones que no andaban por la banqueta. Se advierte también que las vueltas de los tranvías estaban trazadas desde antes de la bocacalle, lo que se convertía en otro factor de riesgo que propiciaba las colisiones con otros vehículos que circulaban muy cerca (Errázuriz, 2010).
Imagen
2:
El tráfico en la calle República de
Brasil, 1922
Fuente: (Zubieta, 1965: 6).
Además, hay que agregar la presencia de los peatones, que tardarían algunos años en acostumbrarse a la presencia de vehículos motorizados en las calles. Las contantes migraciones del campo a la ciudad volvieron esta adaptación un procesos constante y nunca resuelto, por lo que los peatones fueron señalados como víctimas de los automóviles. Sin embargo, con la generalización del uso de estas máquinas, pronto los peatones y sus actividades comenzaron a ser vistas como el origen de los accidentes. Estas posiciones diversas pueden hallarse en las opiniones y la polémica que se desató en la prensa de aquellos años.[26]
Por otro lado, existían una incompatibilidad entre lo que los peatones y los automovilistas consideraban eficiente en sus desplazamientos. Para los primeros, el recorrido más corto entre un punto y otro, por lo que en múltiples ocasiones preferían no cruzar por las esquinas, sino hacer diagonales entre las aceras, lo que podría obstruir la fluidez del tráfico. Por su parte, para los automovilistas su desplazamiento era más eficiente si los cruces de los peatones se restringían a los cruceros. El comportamiento de ambos tendió a ser regulado por los reglamentos buscando la mayor eficiencia para los automóviles, pero como ya se ha visto, las normas eran constantemente desobedecidas. Esta situación provocó constantes accidentes viales (Errázuriz, 2011).
Esto abonó a crear una sensación de peligro en las calles, sobre todo para los peatones. Como ha señalado Tomás Errázuriz para el caso de Santiago, los accidentes tenían un efecto traumático en quienes los presenciaban. Por otro lado, los reportes de la prensa amplificaban este efecto y lo distribuían por el público de la ciudad. En la capital de México sucedió algo similar, pues los siniestros produjeron miedo y traumas en los testigos directos, pero también a través de los reportajes de los percances en la prensa. En suma, se produjo una sensación de peligro e inseguridad al marchar por las calles que incidió en los esfuerzos del gobierno por garantizar la seguridad vial (Errázuriz, 2010).
Si bien ya había accidentes entre peatones y carruajes, los percances provocados por los automóviles solían ser más graves debido a su peso y potencia. Así como sucedió primero con los tranvías, que causaron una gran cantidad de accidentes y muertes, debido a sus condiciones materiales y a que los peatones no estaban acostumbrados a su presencia, los automotores también produjeron una importante cantidad de siniestros. Sin embargo, el disciplinamiento de los peatones no fue un proceso sencillo y tampoco acabado.
Como ha mostrado Diana J. Montaño (2021) para el caso de los tranvías, los peatones, los conductores y las compañías seguían lógicas particulares sobre cómo se concebía y usaba el espacio de la ciudad que solían contradecirse. Quizás el impacto de los accidentes entre peatones con tranvías, que produjeron escenas terribles de desmembramientos y muertes, hayan preparado en cierta manera a los caminantes y a la prensa diaria para incorporar a la cotidianidad los percances provocados por los automóviles y para mostrar al público la urgencia de utilizar las calles considerando el lugar privilegiado de los automóviles.
El registro de los accidentes se dio sobre todo en las calles más transitadas, en donde la circulación era más densa y en donde el tráfico era cada vez más complicado debido al aumento constante de vehículos. Colonias como Santa María la Ribera, Guerrero, Roma y el casco antiguo concentraron los choques y atropellamientos. Asimismo, en los sitios en los que interactuaban diversos medios de desplazamiento la incidencia fue mayor, como en los cruces de tranvías, en las avenidas más transitadas en donde los carruajes y bicicletas circulaban o en algunas calles de la ciudad viejas, que eran estrechas, pero bastante concurridas.
Estos percances tenían consecuencias diversas de acuerdo con su gravedad y a los sujetos implicados. Hubo desde choques de automóviles con mobiliario urbano, impactos entre estos vehículos o entre varios sistemas de transporte y, además, atropellamientos. Los daños también fueron de diversos grados: desde desperfectos materiales de vehículos hasta lesiones leves y otras fatales. La velocidad, los sujetos u objetos involucrados, y la fuerza de los impactos determinaron la gravedad de las consecuencias. Citaré algunos ejemplos para destacar las causas de los accidentes y mostrar la implicación de la interacción conflictiva de los diversos sistemas de transporte.
Según los reportes de policía, las víctimas fatales más recurrentes eran los peatones, pero los conductores y pasajeros también podían resultar gravemente heridos y fallecer. Así pues, hay un patrón similar en los accidentes registrados por la policía en la ciudad de México en el periodo de estudio: conductores de clases medias y de las élites que atropellaron a peatones, ciclistas o usuarios de otros transportes pertenecientes a los sectores populares o a las clases trabajadoras. Los primeros solían resultar menos lastimados debido a que el vehículo los protegía, mientras que los peatones y ciclistas no contaban con protecciones, por lo que la colisión era más resentida por ellos.[27]
Es factible observar que los automovilistas y pasajeros involucrados solían ser miembros de la élite: propietarios y sus familias con sus chauffeurs. Mientras que aquellos que resultaban atropellados solían ser niños que juagaban en las calles, ancianos que marchaban a paso lento, mujeres u hombres de sectores populares, algunos migrantes provenientes del campo que no estaban familiarizados con los reglamentos de circulación, o ciclistas que andaban sobre la acera a una velocidad inferior a la de los automóviles. Regularmente, los accidentes solían ser en los cruceros, en donde la interacción entre peatones y los sistemas de transporte era más intensa.
Al revisar los sucesos de los accidentes y su procesamiento destaca como fueron cruzados por la clase. Pronto se reveló un patrón en el que las víctimas provenían de los sectores populares, mientras que los automovilistas involucrados eran chauffeurs, es decir, trabajadores y propietarios pertenecientes a la élite o a los sectores medios, ya fuese como conductores o como pasajeros. Sobre los chauffeurs se construyó una imagen, como antes con los maquinistas de tranvías, ligada al peligro para los usuarios de la calle.
Así pues, a la imagen de las víctimas de los accidentes construida en la prensa y por las opiniones de algunos observadores, le acompañó un patrón de clase. Las víctimas, provenientes de los sectores populares que no terminaban por adecuarse a la circulación de automóviles y que aún no interiorizaban la disciplina necesaria, mientras que quienes solían conducir los automóviles eran trabajadores calificados contratados por algún propietario o por las compañías de taxis o camiones. En algunos casos, también estaban involucrados los dueños que decidían conducir sus vehículos.[28]
Los accidentes entre los diversos tipos de transporte dejan ver otra dimensión del problema. Comenzaré citando ejemplos en los que se vieron involucrando varios transportes con el fin de mostrar la coexistencia conflictiva entre éstos y el límite delgado del orden en su interacción. El 4 de abril de 1910, el Comisario de la Octava Demarcación de Policía reportó un choque múltiple en el que el chauffeur Pedro G. Bautista, a bordo de un automóvil Pope Hartford
[…] rozó con el ala de aquel [el automóvil], el anca de uno de los caballos que tiraban de la carretela del Sr. Dr. Fernando Zárraga […] la cual pasaba ayer por una de las calzadas del bosque de Chapultepec, y al debocarse los caballos, la carretela fue a chocar contra otra carretela de sitio número 497, del Sr. Eduardo Peira y esta última carretela chocó también con el autotaxímetro número 1038, resultando además uno de los caballos del Sr. Zárraga lesionado del encuentro. Los tres vehículos resultaron con varios desperfectos en el concepto de que el repetido Sr. Zárraga, estima en $350.00 trescientos cincuenta pesos el daño causado.[29]
El percance deja ver la facilidad con que se podían desatar los accidentes y la interacción conflictiva. En efecto, los caballos, al ser animales vivos y sensibles no estaban exentos de las molestias que podían causar los automóviles. Cuando se asustaban solían desbocarse lo que significaba un peligro para peatones y otros vehículos. El suceso citado se dio por un “roce”, pero las consecuencias materiales y monetarias fueron de consideración. En los registros de accidentes también consta que era común que los caballos se asustaran debido al ruido de los automóviles o a su proximidad.
Un caso extremo fue la colisión entre un automóvil, un camión y un tranvía, que sucedió el 12 de septiembre de 1920 cerca del Zócalo, con varios heridos y un muerto. En esta plaza se encontraban varias terminales de tranvías y de líneas de camiones, y la circulación de automóviles era constante. Según el reporte del diario Excelsior, primero se impactaron un automóvil Ford y un camión en la calle República de Honduras. Un camión 5529 de la línea de San Rafael, con ocho pasajeros, iba a “toda velocidad”; cuando llegó al crucero de la calle República de Honduras con Gabino Barreda “salió en sentido contrario el auto Ford número 1271, que, caminando también a gran velocidad, vino a chocar con el camión, quedando ambos muebles atravesados en medio de la vía.”
Pocos momentos después “chocó contra ellos el motor [tranvía] número 518 de Azcapotzalco […] el pesado convoy arrastró largo trecho a los ligeros muebles, hasta que los arrojó a uno y otro lado de la vía, y todo el trayecto quedó regado con los cuerpos de las personas que componían el pasaje.” Varios heridos yacían sobre la calle y un ciudadano francés, Francisco Delville, falleció en el acto. Una auto ambulancia se llevó a dos señoritas heridas de gravedad al hospital. La policía detuvo al conductor del tranvía, pero los chauffeurs del automóvil y el camión lograron escapar.[30]
Este suceso muestra la compleja interacción de los diversos medios de transporte motorizados en los accidentes. El hecho de que las calles fueron de doble sentido, que no hubiera una divisoria tajante entre los rieles y el paso de los automóviles, y la desobediencia del reglamento aumentaban considerablemente la posibilidad de que acontecimientos como este ocurrieran. Por más que los agentes de tráfico se colocaran en los cruceros e intentaran controlar el tráfico, era evidente que la densidad de este superaba sus capacidades.
En suma, las principales causas de los accidentes residían en la desigualdad de condiciones materiales propias de los diversos medios de transporte. La velocidad y potencia de los automóviles y camiones no dejaría de ser uno de sus principales factores de riesgo al competir en las calles con los peatones, las bicicletas o los tranvías. Si bien cada sistema de movilidad tenía riesgos propios, la interacción de los transportes más antiguos, como los carruajes y las bicicletas, con los nuevos, como el automóvil y el tranvía, bajo reglamentos que se desobedecían contantemente, intensificó los niveles de riesgo. Los accidentes y conflictos propios de la circulación motorizada tuvieron consecuencias más intensas que cuando primaban los transportes de tracción animal.
Conclusiones
La evolución de los reglamentos muestra que paulatinamente el uso de automóviles se convirtió en el principal objeto de los controles de la circulación, pero al mismo tiempo su presencia modificó la forma en que otros sistemas de transporte y sus usuarios se comportaban en las calles de la capital mexicana. Una muestra que deja claro este proceso es que en los primeros reglamentos el trote de los caballos marcaba los límites de velocidad, mientras que en los que se publicaron después de la revolución fue la velocidad del tráfico automotor sobre la que se definieron los límites.
A la irrupción del uso de automóviles le correspondió una marcada dificultad de las autoridades para hacer que los usuarios de estos vehículos cumplieran las disposiciones de los reglamentos. No se trató de un proceso lineal, en el que el control fuera cada vez más eficiente, por el contrario, estuvo plagado de contradicciones y conflictos. En efecto, los esfuerzos de las autoridades por mantener el control tuvieron varios límites y la aplicación misma de la ley fue una actividad cargada de intereses, interpretaciones diversas y manejos parciales.
El ideal de ciudad ordenada que incorporaba fácilmente a los nuevos transportes, en la que cada tipo de vehículo y usuario se desplazaba de manera adecuada y obedeciendo a la policía, contenido en los reglamentos estuvo lejos de hacerse efectivo. No sólo los automovilistas desobedecían o ignoraban el reglamento, pues como se ha visto usuarios de otros transportes y peatones también lo hicieron pues interpretaron la ley desde lugares específicos para sacar provecho o manejarla a su favor.
El principal interés de los automovilistas consistió en desplazarse por las calles de manera eficiente. Por ello, para ellos muchas veces los límites impuestos por los reglamentos fueron considerados como obstáculos que minaban su libertad de desplazamiento, por lo tanto, fue una constante que las acciones de los gendarmes les parecían injustificadas. Por el contrario, para los servicios de transporte público, como los taxis y los camiones, su objetivo era competir por el pasaje con tranvías y carruajes, y no necesariamente la circulación eficiente. Además, como se explicó, la conformación material de los diversos sistemas de transporte aumentaba las posibilidades de estorbo mutuos y el riesgo de producir accidentes.
Ante este panorama, resulta claro que la estrategia de las autoridades para controlar el tráfico consistente en la vigilancia por parte de policías e inspectores y la imposición de sanciones a los infractores no tuvo el alcance esperado. La cantidad de infracciones, accidentes viales y congestionamientos registrados aumentaron constantemente. Las multas monetarias y de cárcel también se incrementaron, sin que se transformaran en una solución efectiva. Los reportes sobre el exceso de velocidad fueron un tema recurrente en la prensa diaria, que llegó a calificar a los automovilistas como una amenaza para la seguridad de los habitantes, mientras que las autoridades fueron criticadas por su escasa capacidad de control.
El uso de automóviles irrumpió la vida cotidiana de las calles de la Ciudad de México y demandó la incorporación de ciertos efectos que producían desorden y afectaban los intereses de otros transportes, de los peatones y del orden buscado por las autoridades. Aquí me limité a referir brevemente cómo los automóviles ocuparon poco a poco el núcleo de las regulaciones al ser asociados con la modernización, la racionalidad y la eficiencia, aunque, contradictoriamente al orden esperado, acentuaron problemas como el tráfico, los accidentes y el exceso de velocidad. Sin embargo, pronto fue clara la necesidad de reconocer y normalizar que los automóviles también eran problemáticos y asumir su naturaleza conflictiva. Mientras tanto, los transportes tirados por animales y los peatones fueron relegados, pues fueron asociados con lo pasado, con la lentitud y le ineficiencia.
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[1] Seguiré la distinción entre tráfico y tránsito de Carla del Cueto y Valeria Gruschetsky, quienes afirman que la palabra “tráfico, de origen italiano y “definida por la Real Academia Española como la circulación de vehículos” y “tránsito” como la “actividad de personas y vehículos que pasan por una calle, carretera, etc.” Las autoras afirman que, aunque la palabra tránsito tiene una definición más abarcadora, en las fuentes documentales históricas aparece con más frecuencia “tráfico”, “particularmente en el material de divulgación como diarios, revistas, literatura, entre otros, que reconocen al tráfico como un problema y como un símbolo del proceso de modernización de la ciudad latinoamericana.” (Del Cueto y Gruschetsky, 2023). La investigación de la que se desprende este trabajo ha confirmado esta aseveración para el caso de la Ciudad de México, al menos en las primeras dos décadas del siglo xx.
[2] Archivo Histórico de la Ciudad de México (ahcm), Ayuntamiento/Gobierno del Distrito; Vehículos: automóviles, vol. 1834, exp. 4088, f. 2; vol. 1845, exp. 6092, ff. 1-42.
[3] “Reglamento para la circulación de automóviles”, ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito, vehículos: Automóviles, vol. 1787. exp. 1, 3ff. Todos los reglamentos referidos en este trabajo se encuentran resguardados en el Archivo Histórico de la Ciudad de México.
[4] “Reglamento de circulación de vehículos”, ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito: vías públicas; vol. 1827; exp. 1, 9ff.
[6] Reglamento del Tránsito en el Distrito Federal”, Diario Oficial de la Federación (dof), núm. 51, 30 de junio de 1933.
[7] Reglamento de circulación de vehículos, ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito: vías públicas; vol. 1827; exp. 1, 9ff.
[8] ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito, vehículos: Automóviles, vol. 1803. exp. 1604, f. 1.
[9] ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito, vehículos: Automóviles, vol. 1787. exp. 1, f. 2.
[10] ahcm, Ayuntamiento; Gobierno del Distrito: vías públicas; vol. 1827; ff. 1-9.
[11] La zona estaba delimitada de “Norte a Sur, entre las calles de Medinas a Uruguay y de Este a Oeste, entre las calles de Correo Mayor hasta las de Bucareli, Rosales y Guerrero.” Gobierno del Distrito Federal, “Reglamento de tráfico”, 1918, p. 31.
[12] Reglamento del Tránsito en el Distrito Federal”, dof, núm. 51, 30 de junio de 1933., p. 842.
[13] Reglamento del Tránsito en el Distrito Federal”, dof, núm. 51, 30 de junio de 1933, p. 850.
[14] Gobierno del Distrito Federal, “Reglamento de tráfico”, 1918, pp. 25.
[15] Departamento del Distrito Federal, “Reglamento del Tránsito en el Distrito Federal”, dof, núm. 51, 30 de junio de 1933, p. 838.
[16] Lutz Raphael ha profundizado en la modernización de la burocracia para controlar a las sociedades europeas que cada vez eran más complejas en el paso del siglo xix al xx. destacó, en primer lugar, que la comunicación escrita entre los diversos sectores de las burocracias fue incentivada por la intensificación de los flujos de información a través del telégrafo y la telefonía. La escritura se convirtió en el lenguaje estandarizado que permitió dialogar hacia el interior y el exterior de los cuerpos burocráticos. Segundo, la recopilación de datos estadísticos sobre la población a la que gobernaban los Estados fue otro de los elementos claves de la modernización de las burocracias, pues les permitía conocer los matices de los grupos sociales y tomar decisiones mejor informadas. Tercero, la creación de inspecciones e inspectores especializados en diversos temas —fábricas, alimentos, mercados, ferrocarriles, transportes urbanos, saneamiento, etc.— que contaban con cierta autonomía para tomar decisiones. Estos cuerpos, conformados por expertos con preparación académica, realizaban peritajes especializados a actividades privadas que requerían licencias públicas debido a su importancia en la vida urbana. Finalmente, la modernización de las burocracias se caracterizó por seguir un esquema organizativo parecido al militar, con estructuras jerárquicas en donde la obediencia de abajo hacia arriba era fundamental (Raphael, 2008).
[17] En cuanto a los llamados al público y a la policía a seguir el reglamento hay muchos registros. Por ejemplo, ahcm, Ayuntamiento, Gobierno del Distrito; Vehículos: automóviles, vol. 1788, exp. 103. “Se comunica a la Inspección General de Policía ordene el cumplimiento del Reglamento de Automóviles" del 27 de febrero de 1904; vol. 1806, exp. 1813, “Se recuerda al público los Art. 5° y 11° del Reglamento de automóviles” del 14 de octubre de 1908; vol. 1832, exp. 4024, “Se previene a los dueños de automóviles cumplan lo dispuesto en el artículo 6o del reglamento” del 6 de octubre de 1912; y vol. 1859, exp. 7467, “Reglamento relativo a la velocidad con que deberán circular los autos y coches” de abril de 1916.
[18] Diego Pulido ha analizado varios factores que explican los límites del control policial. Destacan, la nula capacitación que ofrecían las instituciones policiales a los gendarmes; la baja calificación requerida para acceder al puesto; los bajos salarios, que les hacían más propensos a la corrupción; y a que en algunos casos su procedencia social era la misma de aquellos a los que tenían que vigilar, lo que volvía proclive la complicidad entre agentes e infractores (Pulido, 2017).
[19] ahcm, Ayuntamiento, Gobierno del Distrito; Vehículos: automóviles, vol. 1800, exp. 1343, f. 26.
[20] ahcm, Ayuntamiento/Gobierno del Distrito, Vehículos: automóviles, vol. 1791, exp. 548, ff. 1-3.
[21] ahcm, Ayuntamiento, Gobierno del Distrito, Vehículos: automóviles, vol. 1812, exp. 2419, f. 190.
[22] ahcm, Ayuntamiento/Gobierno del Distrito, Vehículos: automóviles, vol. 1815, exp. 2378, ff. 8-9
[23] ahcm, Ayuntamiento/Gobierno del Distrito, Vehículos: automóviles, vol. 1823, exp. 3460, ff. 6-7.
[24] La historiografía sobre la policía ya ha destacado que muchos de los que buscaban oportunidades laborales en estos cuerpos provenían de sectores populares o habían formado parte de cuerpos militares que también eran recurridos por estos grupos. Con su participación en la policía no solo buscaban seguridad económica, que no siempre encontraron, sino también respetabilidad social. Ello hacía que en algunos casos la imposición de su autoridad al público formado por las élites tornara ambiguas las divisiones sociales de clase, lo que minaba su capacidad para garantizar el orden (Raphael, 2008; Pulido, 2017).
[25] S/A (1906). “Los accidentes en automóvil”. El Imparcial, 3 de junio, núm. 353, México.
[26] Mario Barbosa ha descrito con detenimiento las actividades laborales que se llevaban a cabo en las calles de la capital: desde la venta de productos alimenticios, hasta pequeños espectáculos callejeros, pasando por ciertos servicios como el de cargadores, boleros, afiladores y anunciantes. Los niños también tenían trabajos callejeros como repartidores de diarios y avisos; asimismo, había niños que jugaban y retozaban en el arroyo de las calles (Barbosa, 2008).
[27] Los reportes de accidentes hechos por la policía se encuentran en los expedientes sobre infracciones y no en expedientes dedicados específicamente a estos percances, por lo que es difícil rastrearlos. Sin embargo, el análisis de al menos cincuenta casos arroja este patrón. ahcm, Ayuntamiento/Gobierno del Distrito; Secretaría General: tráfico, vehículos, vol. 4001, exp. 300, 2ff.
[28] Esta situación hace eco para el caso de los accidentes en los que los tranvías se vieron involucrados en lo que las víctimas solían ser individuos de las clases trabajadoras, de origen migrante e indígena, que no estaban familiarizados con los nuevos transportes (Montaño, 2021).
[29] ahcm, Ayuntamiento, Gobierno del Distrito; Vehículos: automóviles, vol. 1812, exp. 2467, f. 19.
[30] S/A (1920), “Anoche hubo un choque formidable”, Excélsior, 21 de septiembre de 1920, núm. 1284. Para otros ejemplos véanse “Los accidentes en automóvil”, El Imparcial, núm. 353, 3 de junio de 1906, p. 5.; “Un hecho monstruoso”, ABC. Periódico ilustrado de política y novedades, 23 de enero de 1918, p. 4; “Los autos deberán caminar fuera de las líneas férreas”, El Pueblo, 24 de febrero de 1918, p. 7; “Las víctimas que causa el tráfico”, Excélsior, núm. 1039, 20 de enero de 1920, p. 4.