DOI: https://doi.org/10.32870/vinculos.v5i9.7698

 

Investigación y debate

 

Las fuentes simbólicas de la desigualdad política: el papel de las representaciones y políticas en la exclusión del pobre[1]

 

 

Laura García Navarro1

 

 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México

 

 

Resumen

El enfoque economicista que ha predominado en los estudios sobre pobreza y desigualdad no permiten comprender los efectos de estos problemas en las capacidades políticas de los sujetos, ni el papel que desempeña el poder político en el mantenimiento de un orden social desigual. Este trabajo profundiza en la relación entre pobreza y desigualdad política a partir de la revisión histórica de las representaciones y prácticas estatales en torno a los pobres durante tres periodos del siglo XX en México. El análisis mostró que la persistencia de la desigualdad en México durante el siglo XX se debió en gran medida al papel que desempeñaron las élites en la formación y reproducción de representaciones sobre el pobre que legitimaban su exclusión y negaban sus capacidades políticas. Esto a su vez ha perpetuado relaciones entre el Estado y los pobres basadas en el tutelaje y la criminalización que profundizan la desigualdad política.

 

Palabras clave: pobreza, desigualdad política, representaciones, historia.

 

Abstract

The economistic approach that has predominated in studies on poverty and inequality do not allow us to understand the effects of these problems on the political capabilities of individuals, nor the role played by political power in the preservation of an unequal social order. This paper explores the relationship between poverty and political inequality based on a historical review of social representations and policies regarding the poor during three periods of the twentieth century in Mexico. The analysis showed that the persistence of inequality in Mexico during the twentieth century was due to the role played by elites in the formation and reproduction of representations of the poor that legitimized their exclusion and denied their political capacities. This in turn has perpetuated relations between the state and the poor based on tutelage and criminalization that deepen political inequality.

 

Keywords: poverty, political inequality, representations, history.

 

 

Recibido: 20/11/2023

Aceptado: 12/01/2024

 

 

Introducción

 

El presente trabajo se propone ahondar en la relación entre pobreza y desigualdad política, a partir del análisis de las relaciones que mantuvo el Estado mexicano con los pobres en tres periodos del siglo XX, que evidencian que el acceso desigual de este grupo a los servicios sociales públicos no solo impacta en su calidad de vida, también afecta sus capacidades políticas, particularmente su participación en los espacios de toma de decisiones, favorece fenómenos como el clientelismo y el paternalismo y la permanencia de representaciones sobre los pobres como sujetos sin interés en los asuntos públicos.

 

Desde un abordaje de larga duración las siguientes páginas evidencian cómo los grupos en el poder en diferentes coyunturas construyeron y reprodujeron representaciones en torno a los pobres que justificaron su exclusión de los espacios de toma de decisiones, basándose en sus características individuales y no en factores estructurales, lo que le otorgó a dichos discursos una estabilidad particular. A su vez esas representaciones contribuyeron a que los pobres mantuvieran una relación con el Estado basada en la criminalización y el tutelaje y no en la ciudadanía, siguiendo un proceso diferente al de la sociedad en general.

 

Al centrarse en la dimensión simbólica de la pobreza, menos estudiada que la dimensión material, enfocada en definir al pobre en términos de sus carencias y cuantificarlos, esta investigación se enmarca dentro de la sociología de la pobreza que tiene en el célebre ensayo de Georg Simmel El pobre (1908) su momento fundacional. En este trabajo Simmel, para quien las relaciones sociales, en particular la acción recíproca desde los niveles más mínimos y los aspectos más cotidianos —“relaciones momentáneas o duraderas, conscientes o inconscientes, efímeras o fecundas, que se dan entre persona y persona” (2015: 188)— configuran la sociedad, se centra en uno de estos tipos de relaciones de influjo mutuo, la que existe entre la sociedad y el pobre en tanto miembro de un grupo diferenciado por sus carencias y por el rol que desempeña dentro del conjunto social. Es esta posición la que determina quién es el pobre, definido por el autor como “aquel cuyos recursos no alcanzan a satisfacer sus fines” (2014: 81). Tales fines, afirma, no son definidos por el propio sujeto, a partir de la valoración de sus necesidades, sino que son establecidos por la sociedad a la que pertenece en función de lo que esta considera que son los mínimos requeridos para poder funcionar dentro del grupo, dado su contexto social e histórico. Es decir, el pobre no lo es por sus necesidades sino por lo que estas le impiden hacer como miembro de la sociedad y por la forma en que la sociedad reacciona ante esta situación, principalmente brindándole una ayuda que le permita seguir funcionando y que evita que se convierta en un problema para el conjunto social:

 

Resulta claro que la asistencia así entendida, al quitar al rico para dar al pobre, no se propone igualar las situaciones individuales: no se propone ni siquiera tendencialmente suprimir la división social entre ricos y pobres sino que, antes por el contrario, se basa en la estructura de la sociedad tal y como es.

[…] El propósito de esta asistencia es justamente mitigar ciertas manifestaciones extremas de diferenciación social, de modo que la sociedad pueda seguir descansando sobre esa diferenciación (Ibidem: 31).

 

La propuesta de Simmel fue continuada por autores de la sociología de la pobreza como Serge Paugam, para quien este enfoque:

 

Equivale a hacer un estudio comparado de los mecanismos de designación de los pobres en las distintas sociedades, a estudiar las representaciones sociales que están en su origen y que las legitiman, y además a analizar la relación que los pobres establecen con el sistema de ayudas del que son tributarios y, de forma general, las pruebas que tienen que pasar en esta y otras circunstancias de la vida cotidiana (Paugam, 2007: 19).

 

En este artículo  la pobreza, entendida desde su dimensión simbólica y como fenómeno relacional y relativo a partir de lo planteado por Simmel, se cruza con la desigualdad, concretamente la desigualdad política, para analizar los problemas de representación y participación de los pobres y el acceso desigual a la esfera política. Se define la desigualdad política como la exclusión en el ejercicio del poder político en función de características de la persona como edad, género y en este caso, estatus socioeconómico.

El análisis de la relación entre desigualdad económica y poder político representó un avance significativo en el campo de estudio de las desigualdades al superar el abordaje eminentemente económico que dominó por mucho tiempo, abriendo así un rico y más complejo debate en las ciencias sociales. Entre las líneas de estudio más relevantes en este sentido se encuentran las que analizan de forma comparativa la relación entre desigualdad económica y régimen político o aquellas que se centran en los efectos de fenómenos sociales y políticos como las crisis o las guerras en la disminución de la desigualdad en la distribución del ingreso y en últimos años, las que estudian el papel que desempeñan las élites políticas en el mantenimiento e incremento de la desigualdad entre clases sociales debido a sus capacidades y recursos para influir en la agenda pública (Cortés, 2012: 169-171).

Estas aproximaciones a la desigualdad han contribuido de forma importante a cuestionar construcciones ideológicas fundamentales de los regímenes democráticos modernos como la idea de la separación entre las esferas económica y política, al demostrar que las personas adineradas tienen una representación mayor en los espacios de toma de decisiones o al menos una relación más cercana con sus representantes (Ellis, 2017: 3). También puso en entredicho la realidad del principio de la igualdad jurídica, puesto que evidenció que en la práctica las diferencias en la participación política de la sociedad, más que una excepción, son la regla, y que al ser esta una actividad basada en recursos como señala Ellis (Ídem), aquellos actores que tengan más (dinero, tiempo disponible, contactos, información veraz y oportuna) ejercerán mayor dominio en los procesos de toma de decisiones que afectan a todos. Aunque la población con menos recursos cuenta con uno que podrían utilizar para inclinar la balanza a su favor e impulsar medidas más igualitarias —su carácter de mayoría— a través de mecanismos institucionales como el voto, en la práctica existen diversos motivos por los cuales este sector no lo hace, entre ellos el dominio ideológico, la falta de información, la división interna, la amplia aceptación de que la desigualdad es justa o la expectativa de que ellos también pueden ser ricos en el futuro (Przeworski, citado en Cortés, 2012: 170-171).

Por su parte, estudios desde la sociología de la pobreza “han contribuido a un resurgimiento de las dimensiones culturales en la agenda de investigación sobre la pobreza, brindando un panorama más sutil, heterogéneo y complejo sobre cómo los factores culturales moldean y son moldeados por la pobreza y la desigualdad” (Bayón, 2015: 126). Con esto, desempeña un papel fundamental en el abatimiento de estereotipos y miradas monolíticas y unificadoras sobre los pobres que los discursos políticos y algunos estudios académicos mantienen y reproducen.

La aproximación histórica que aquí se propone representa una contribución a ambos enfoques puesto que evidencia que la exclusión social y política del pobre es resultado de un proceso a la vez simbólico y material de larga duración, que se ha mantenido a pesar de las transformaciones en la conformación del aparato estatal, de las instituciones públicas encargadas de proporcionar los servicios sociales y de los valores e ideologías predominantes.

 

 

Diseño Metodológico

 

La investigación se organizó a partir de la articulación de dos dimensiones: las ideas y las prácticas estatales en torno a la pobreza. La primera estudia el cambio y continuidad de las representaciones sociales sobre el pobre como sujeto, los pobres como grupo y la pobreza como problema público, así como la postura del Estado ante estos; mientras que la segunda se centra en las políticas de bienestar implementadas por el Estado en los tres periodos en general, y las acciones realizadas para atender al pobre y la pobreza en particular.

 

En lo que respecta a la dimensión de las ideas, las representaciones sociales son entendidas como “sistemas de significaciones que permiten interpretar el curso de los acontecimientos y las relaciones sociales; que expresan la relación que los individuos y los grupos mantienen con el mundo y los otros (…)” (Jodelet, 2000: 10). Las representaciones a su vez, están insertas dentro de imaginarios sociales, es decir, marcos de sentido que generan “explicaciones de lo que cada sociedad es y de cómo ha llegado a ser” (Girola, 2000: 414, 418). Por su temporalidad, en los casos que aquí se analizan predomina el imaginario de la modernidad occidental que enaltece como valores supremos la racionalidad y la secularidad, así como la economía de mercado, la división entre la esfera pública y privada y el autogobierno (Taylor, 2006: 14).

 

Las representaciones de los pobres y la pobreza construidos desde el Estado se analizaron a partir de discursos provenientes de obras escritas por miembros de la élite estatal, documentos administrativos, leyes, diarios de debates, discursos políticos e informes de gobierno. El criterio para la selección de los documentos fue que la postura del autor en torno a los pobres y la pobreza fuera compartida por otros miembros del aparato estatal. Para su estudio se recurrió al análisis crítico del discurso (ACD), disciplina que estudia “las relaciones de dominación, discriminación, poder y control, tal como se manifiestan a través del lenguaje” (Wodak, 2003a: 19), por ser un marco adecuado para el estudio de discursos con alto contenido ideológico y por exponer la intención de los productores del discurso de justificar y legitimar las desigualdades de poder. Asimismo, su elección radica también en que, a diferencia de otros marcos de análisis de textos, toma en consideracción los contextos globales y locales de producción del discurso, entendidos por van Dijk (2003: 161) como “las estructuras sociales, políticas, culturales e históricas en las que tienen lugar los acontecimientos comunicativos” y “la situación inmediata e interactiva en la que tiene lugar el acontecimiento comunicativo”, respectivamente.

 

Para el estudio de los documentos se tomaron como directrices las siguientes preguntas planteadas por Wodak en su propuesta de enfoque histórico del discurso: ¿cómo se nombra a las personas? ¿Qué características se les atribuyen? ¿Qué argumentos se utilizan para justificar las relaciones de dominación, desigualdad o explotación de un grupo sobre otro? (2003b: 113-114). En los documentos seleccionados se analizaron las siguientes estrategias discursivas, tomadas de van Dijk (2009: 370):

·       Estrategias generales de interacción: autopresentación positiva y presentación negativa de los otros.

·       Macroactos del habla: nuestras buenas obras frente a las malas obras de los otros.

·       Macroestructuras semánticas (elección del tópico): a la vez que enfatiza los tópicos positivos de quien habla, enfatiza los tópicos negativos de los otros.

·       Lexicón: selección de palabras positivas para los hablantes y negativas para referirse a los otros.

·       Figuras retóricas: hipérboles, eufemismos y metáforas para resaltar las cualidades negativas de los otros y las positivas de los hablantes.

 

Los discursos se contrastaron con las prácticas estatales enfocadas en la pobreza para tener una perspectiva integral de la relación del Estado con los pobres. Para esto se hizo una revisión exhaustiva de todos los números del Diario Oficial de la Federación publicados en los tres periodos de estudio, que llevó a la identificación de las principales políticas implementadas por el poder ejecutivo federal en materia de bienestar social en general y de atención a los pobres en particular. En estas políticas se analizó por una parte su población objetivo, el presupuesto asignado y sus reglas de operación (en caso de contar con ellas), con la finalidad de observar las diferencias entre las políticas sociales generales y las acciones centradas en los pobres; y por otra la justificación de dichas políticas, de sus alcances y límites, para determinar si había concordancia entre estas y las representaciones sobre los pobres, presentes en el discurso estatal. El propósito final de esta revisión articulada entre ideas y prácticas estatales fue resolver la interrogante de si la existencia de relaciones diferenciadas entre el Estado mexicano y los pobres, basadas en representaciones negativas en torno a estos y materializada en políticas sociales excluyentes contribuye al mantenimiento de la desigualdad en la participación política de la población en situación de pobreza.

 

El artículo está organizado en dos apartados, uno empírico y otro de discusión. El primero hace un recorrido por tres periodos de cambio —el Porfiriato tardío (1900-1910), la Posrevolución (1917-1943), y las últimas décadas del Desarrollismo (1960-1988). La revisión histórica de estos periodos arroja que, no obstante las transformaciones y el avance en el reconocimiento de la igualdad jurídica y de los derechos sociales, las representaciones discriminatorias sobre los pobres permanecieron estables a lo largo del siglo XX, con importantes consecuencias que se manifestaron en su inserción desigual en el sistema de bienestar y afectaron sus capacidades políticas. El segundo apartado profundiza en dichas consecuencias, en particular la dificultad de los pobres para organizarse en torno a una agenda común y para acceder a los espacios de toma de decisiones debido al mantenimiento de representaciones que perpetúan una imagen del pobre como manipulable y sin conciencia cívica. Además analiza experiencias que, contrario a lo que plantean los discursos estatales, muestran que a lo largo del siglo XX la población en situación de pobreza en no pocas ocasiones tuvo una participación política importante, solo que a través de vías alternativas a la vía electoral o institucional. En el apartado de conclusiones se resaltan los valiosos aportes que puede hacer una perspectiva histórica al análisis de la pobreza y la desigualdad, así como la necesidad de tomar en consideración el papel que desempeña el poder de las élites políticas y económicas no solo para definir agendas, mantener políticas que velen por sus intereses o bloquear iniciativas destinadas a la redistribución de la riqueza, sino también el poder de construir y difundir representaciones que perpetúan las desigualdades.

 

 

El largo curso de las relaciones entre el Estado mexicano y los pobres

 

La separación entre Iglesia y Estado resultado de la promulgación de las Leyes de Reforma a mediados del siglo XIX puede ser vista como los orígenes del sistema de bienestar mexicano, es decir, el conjunto de servicios sociales brindados por el Estado para dotar a la población de mínimos de bienestar, por ser el proceso mediante el cual el aparato estatal asumió e institucionalizó funciones que anteriormente habían sido desempeñadas por la comunidad o por la Iglesia: la educación, la salud y la atención de los pobres. Estos servicios sociales se mantuvieron como atribuciones estatales incluso en coyunturas de cambio político o transformación del modelo económico; sin embargo su evolución ha seguido trayectorias distintas: mientras que a lo largo del siglo XX los servicios de educación y de salud tendieron a la ampliación y a la universalización, tras su reconocimiento como derechos constitucionales, la atención de los pobres, por su naturaleza, se mantuvo focalizada, y por ello sujeta más que los otros a los cambios en las representaciones predominantes sobre lo que se entendía como pobreza y quiénes debían ser los receptores de la ayuda social.

 

Del Porfiriato tardío al estallido de la Revolución mexicana (1900-1910). Durante la última década del régimen porfirista, la política económica y social estuvieron marcadas por la importante influencia del darwinismo social y el positivismo, por una parte, y el liberalismo económico por otra, teorías que gozaron de amplia aceptación entre los miembros de la élite política de la época conocidos como los científicos, como le llamó la sociedad de la época al grupo más cohesionado e influyente y cuyos integrantes ocuparon posiciones importantes dentro de la administración pública federal (Justo Sierra, secretario de Educación; José Yves Limantour, secretario de Hacienda), de los medios impresos (Francisco Bulnes, periodista y legislador; Rafael Reyes Spíndola, director del periódico cercano al régimen El Imparcial) y de la educación (Ezequiel Chávez, rector de la Universidad Nacional de México y director de la Escuela Nacional Preparatoria y de la Escuela Nacional de Altos Estudios, instituciones educativas favorecidas por el gobierno porfirista). Desde estas posiciones los científicos desempeñaron un papel esencial en la difusión y legitimación de representaciones que justificaban la diferencia y guiaban la acción estatal.

 

El darwinismo social, planteado por Herbert Spencer en su obra Principles of Biology (1864) a partir del trabajo de Charles Darwin y que sostenía que los grupos sociales que no tuvieran las capacidades evolutivas para sobrevivir se extinguirían, dando lugar así al mejoramiento de la especie humana; la perspectiva evolucionista del conocimiento y de la historia sostenida por la teoría positivista del francés Auguste Comte; y el liberalismo económico, abanderado por Adam Smith, que defendía la autoregulación del mercado y el papel marginal del Estado en la economía, limitado a intervenir para velar por la libertad de las actividades económicas y paliar sus efectos negativos, otorgaron las bases ideológicas para tres características fundamentales del régimen de Porfirio Díaz: la personalización del poder, el uso de la historia para legitimar el gobierno porfirista, que se convirtió en el culmen del devenir histórico nacional (Sierra, 2018), y la modernización como meta máxima, que se alcanzaría a partir de un proyecto basado en el orden, la libertad y el progreso social.

 

La personalización del poder en la figura de Porfirio Díaz provocaba que los avances económicos y sociales de la época fueran adjudicados por los miembros de la élite y por la prensa cercana al régimen, a las características personales del mandatario, como queda en evidencia en el siguiente fragmento del discurso de Francisco Bulnes, pronunciado en la segunda Convención Nacional Liberal el 21 de junio de 1903 con motivo de la sexta reelección del presidente:

 

Ha destruido las dinastías de los caciques, disuelto sus guardias nacionales; los ha privado de sus exacciones; prohíbe que tiranicen a los pueblos, y derrama torrentes de civilización en sus territorios para dejar a aquéllos sin prestigio, para conquistar a la sociedad; ha emprendido, como Augusto, grandes obras materiales que dan trabajo a grandes masas, y levanta suntuosos edificios para satisfacer el bienestar, el orgullo y la vanidad de los mexicanos (2016: 22).

 

De las palabras de Bulnes destaca la atribución de los logros del régimen al esfuerzo de una sola persona y no al resultado de la acción de los integrantes del aparato estatal. Porfirio Díaz aparece en el discurso del funcionario como el responsable de destruir cacicazgos, dotar de trabajo, construir monumentos. Regresando a los planteamientos de van Dijk sobre los recursos de los discursos ideologizados, el fragmento previo es un claro ejemplo de la autopresentación positiva, en primer lugar por el uso de términos positivos para referirse al mandatario, y en segundo lugar por ocultar los claroscuros de los logros enunciados, entendible en una intervención que tenía la finalidad de convencer a los presentes de la necesidad de una reelección más del presidente: a los caciques le sucedieron los jefes políticos impuestos por Díaz, el trabajo para las masas se daba en condiciones infrahumanas y sin protección alguna, y la prohibición de la tiranía se dio a la par del uso de la violencia para minimizar a la oposición y mantener la estabilidad del régimen.

 

La asociación de Díaz con la figura del emperador romano Augusto da cuenta de otro rasgo del régimen porfirista que es también un recurso discursivo (van Dijk, 2009: 346) cuyo objetivo es influir en el receptor para obtener un beneficio: el uso de la historia y la construcción del régimen como culmen de la evolución nacional. Científicos como Justo Sierra o el mismo Bulnes tuvieron un profundo interés en recuperar el pasado del país bajo una mirada influida por el positivismo y el evolucionismo social, que justificaba el gobierno de Porfirio Díaz por ser el estadio máximo en el camino hacia el progreso social.

 

La tercera característica del régimen, que mayor impacto tuvo en la formación del sistema de bienestar de inicios del siglo XX fue la modernización como meta máxima. Desde esta perspectiva los servicios sociales tenían como finalidad transformar a la población en la sociedad que la nación moderna a la que aspiraban requería. La educación era necesaria para unificar al país mediante el idioma español y salvar a las masas populares y los indígenas de sus propios vicios. Respecto del primer grupo, Sierra sostenía que la educación debía suprimir el alcoholismo y fomentar el trabajo (1919: 217); en cuanto al segundo, afirmaba que hacía “falta producir un cambio completo en la mentalidad del indígena por medio de la escuela educativa” (2018: 396). Por su parte los servicios de salud, además de tener como objetivo combatir enfermedades infectocontagiosas, perseguían un doble propósito: higienizar la población y evitar costos al Estado y la sociedad, como se manifiesta en la siguiente afirmación de Eduardo Liceaga, presidente del Consejo Superior de Salubridad (máximo órgano de este rubro), influida por el liberalismo económico, particularmente en la protección de la vida en tanto valor económico y no en tanto derecho, y la intervención del Estado en el caso de que el hombre enfermo afectara al proceso de producción:

 

Las consideraciones económicas respaldan una serie de datos tomados de otras naciones respecto a lo que cuesta en dinero un hombre enfermo, tanto por lo que deja de producir a causa de su enfermedad como por los gastos que implica su curación. Pero lo peor sucede cuando la curación falla y sobreviene la muerte, pues con ella se pierde un valor económico (citado en Ruiz Pérez, Viesca T., Martínez Cortés y Fajardo Ortiz, et. al., 2017: 30).

 

En cuanto a los servicios de beneficencia, estos tuvieron en parte la influencia del darwinismo social y el positivismo que rechazaban la ayuda a los pobres por ser contraria al proceso evolutivo de la sociedad, puesto que la pobreza era consecuencia de vicios y defectos personales que había que eliminar para mejorar la raza; en otra el liberalismo económico que consideraba que el mercado era el responsable de atender las fallas estructurales de la economía, por lo que la atención del Estado debía limitarse a brindar los mínimos suficientes para la subsistencia, suficientes para continuar siendo funcionales y evitar que su descontento se convirtiera en una amenaza para el conjunto social. Por último, como afirma Lorenzo las pretensiones secularizadoras de los científicos no terminaron con la influencia de la moral cristiana que fomentó la ayuda a los pobres como forma de fortalecer “la moral privada y conciencia personal” y como una actividad con fines “pedagógicos” (2011: 28).

 

De la articulación de estas fuentes surgió una tipología del pobre que justificó la coexistencia de diferentes relaciones entre estos sujetos y el Estado. La ayuda tanto pública como privada estaba limitada a los pobres verdaderos o menesterosos, es decir, aquellos que tenían una imposibilidad evidente para garantizar su propia subsistencia: niños, ancianos, mujeres viudas y personas con discapacidad, blancos y mestizos habitantes de contextos urbanos, excluyendo a los indígenas y la población rural. Hacia finales del régimen porfirista la atención a los pobres menesterosos fue reduciéndose aun más hasta alcanzar únicamente a los que fueran recomendados por personas acomodadas, tuvieran moral intachable, (Ibidem: 58; Arrom, 2016: 207), o los que pudieran pagar por los servicios recibidos en los asilos (Dirección General de Beneficencia Pública, 1905: 18-19) y hospitales (DOF, 19 de junio de 1905: 953).

 

Frente al pobre menesteroso, surgió otro con características opuestas y socialmente rechazadas: el pobre falso o el pobre criminal, principalmente los sujetos que sin tener un impedimento físico se dedicaban a la mendicidad, y que fueron señalados en los discursos políticos y perseguidos por las instituciones de justicia. El Código Penal vigente durante el porfiriato dedicó todo un capítulo del título octavo “Delitos contra el orden público” a la vagancia o mendicidad. El artículo 854 definió al vago como “el que careciendo de bienes y rentas, no ejerce alguna industria, arte u oficio honestos para subsistir, sin tener para ello impedimento legítimo” (Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, 1872: 193).

 

Lo que unificaba a estos grupos era la pobre perspectiva que tenían los grupos en el poder y los intelectuales de sus capacidades políticas, como queda en evidencia en  la intervención de Francisco Bulnes en el Congreso de la Unión el 1 de septiembre de 1910, a unos meses de estallar la Revolución:

 

Después aparecen los hambrientos, legión inmensa, fatídica y grasosa, con aspecto de población de hospital, que considera al Estado como asilo de beneficencia (risas), a la patria como un jamón (risas), a los principios como listas de restaurante, a la política como el arte del canibalismo burocrático. Esta terrible falange forma en todas las manifestaciones, vota en todos los clubes, lame todas las consignas, se arrodilla ante todos los altares, se revuelca en todos los lodos, pretende consumir de un bocado todas las preparaciones culinarias del servilismo; quiere comer en todos los platos, beber en todas las copas, embriagarse en todas las tabernas, acostarse en todas las camas, roncar sobre todas las almohadas, cebarse en todas las oficinas públicas; representa al patriotismo de colmillo, de pereza, de pancismo, de empleomanía ilimitada y de expansión indefinida de las partidas del presupuesto (2016, 48-49).

 

La caracterización de los pobres no podría ser más diferente de la forma en que aparece Díaz en los discursos de los Científicos. Este sector era representado como una población movida por sus necesidades biológicas (hambrientos, comen, beben, roncan en todas las almohadas), y no por su raciocinio y con una carencia de conciencia cívica que los volvía manipulables y por lo tanto desconfiaban de su participación en los asuntos públicos. Además las figuras retóricas utilizadas por Bulnes —y celebradas por los legisladores— para referirse a los pobres muestran que desde su perspectiva la participación política de estos no derivaba de su interés en la patria sino de su interés individual (patriotismo de colmillo, de pereza, de pancismo).

 

La Posrevolución (1917-1940). En 1917 dos hechos dan cuenta de las transformaciones en el Estado mexicano resultado de la Revolución de 1910. En primer lugar, las elecciones presidenciales que se realizaron en ese año —las primeras en las que se implementó el voto directo—llevaron al poder a actores de perfiles e ideas distintas, dotando al aparato estatal de una heterogeneidad mayor de la que hubo en la administración porfirista, en la que los orígenes de los funcionarios eran prácticamente los mismos. En segundo lugar, la Constitución promulgada el 5 de febrero de 1917 tuvo fuentes ideológicas diversas, como muestran los artículos 27 y 123 centrados en la propiedad de las tierras y aguas nacionales y en el trabajo, respectivamente, en los que se observa la influencia de los precursores de la Revolución, los hermanos anarquistas Flores Magón; las ideas agraristas de los movimientos liderados por Francisco Villa y Emiliano Zapata; la encíclica Rerum novarum de 1891, que estableció la postura de la Iglesia católica frente a problemas sociales apremiantes de la época, como las demandas de los obreros, el socialismo y la pobreza; y las políticas de bienestar implementadas por Bismarck en Alemania, el New Liberalism británico y la postura de la Tercera República Francesa frente a los pobres (Morales Moreno, 2016: 5, 116-117). La Constitución de 1917, que recogió las demandas de los grupos que participaron en la Revolución, se convirtió en una de las más avanzadas de su época al ser la primera en reconocer los derechos sociales.

 

Un resultado trascendental de estas reconfiguraciones en el Estado tras el levantamiento de 1910 fue el surgimiento del campesino y del obrero como los actores centrales en el plano de las representaciones y de la política social. Más que deberse a una concesión de los gobiernos de la época, fue consecuencia de su participación en el conflicto: la élite política reconoció que su cercanía a estos grupos era esencial para mantenerse en el poder y lograr la estabilidad del régimen. La importancia de la cuestión del trabajador, obrero y campesino, fue declarada desde el Congreso Constituyente llevado a cabo en el estado de Querétaro, como evidencian las palabras de los diputados Andrade —“Los elementales principios para la lucha constitucional (…) fueron las clases obreras, los trabajadores de los campos, ese fue el elemento que produjo este gran triunfo y por lo mismo, nosotros debemos interpretar esas necesidades y darles su justo coronamiento” (Secretaría de Cultura; INEHRM, 2015b: 204)—, López Lira —“La revolución constitucionalista, al realizar su programa de reformas sociales, habrá dignificado al obrero de los talleres, al trabajador de los campos y a los que vagan al azar como las aves del cielo buscando el sustento cotidiano” (Secretaría de Cultura; INEHRM, 2015c: 313)— y Cravioto:

 

El problema de los trabajadores, así de los talleres como de los campos, así de las ciudades como de los surcos, así de los gallardos obreros como de los modestos campesinos, es uno de los más hondos problemas sociales, políticos y económicos de que se debe ocupar la revolución (Ibidem: 254).

 

Los gobiernos posrevolucionarios mantuvieron a los trabajadores como eje de la política social. Además de los ya existentes servicios de educación y salud, que brindaron particular atención a los campesinos y obreros, se desarrolló una importante política de reparto agrario y se buscó mejorar las condiciones de trabajo, con la creación de la figura del salario mínimo, la reducción de la jornada laboral, la prohibición del trabajo infantil y el surgimiento de la seguridad social.

 

La forma en que el Estado mexicano entendía la pobreza también sufrió cambios con la Revolución, evidentes tanto en las representaciones como en las políticas. En lo que respecta a las primeras, dichas modificaciones se materializaron en la creación en 1937 de la Secretaría de Asistencia Pública, que cambiaba la lógica con la que el Estado había atendido hasta entonces a los pobres. En cuanto al segundo, y a diferencia del Porfiriato, la pobreza se convirtió en la Posrevolución en una virtud enaltecida de forma pública por la élite estatal. En el congreso constituyente del que emanó la Constitución de 1917, Román Rosas y Reyes se definía a sí mismo, en su defensa del dictamen del artículo 3º, como “pobre y humilde, pequeño e insignificante, nada parlamentario y nada político” (Secretaría de Cultura; INEHRM, 2015a: 686); por su parte el diputado Porfirio del Castillo en la discusión del artículo 5º sobre el trabajo, afirmaba: “los que venimos de la gleba (…) podemos hablar con justicia y con más razón que los que opinan encerrados en las cuatro paredes de un gabinete, en donde con fantasmagorías pueden apenas bosquejar la positiva situación del pobre” (Secretaría de Cultura; INEHRM, 2015b: 236).

 

Otra transformación importante fue el reconocimiento de las causas estructurales de la pobreza, problema que los revolucionarios en el poder atribuyeron no solo a características individuales, sino a la ambición del capitalista y la indiferencia de la sociedad: “¡tiene un hasta aquí la explotación que haces del pobre ¡Tiene un límite el robo de trabajo! ¡Tienen un máximum tu utilidad! ¡Basta ya de tus utilidades fabulosas, es necesario que comprendas y que respetes la miseria de los demás!” (Ibidem: 237). Este cambio en las representaciones provocó a su vez la modificación de las prácticas estatales: dado que la pobreza era un problema derivado del modelo económico, el Estado posrevolucionario, que se concebía a sí mismo como árbitro de las relaciones entre sociedad y capital, tenía la responsabilidad de hacer algo al respecto. En este sentido el decreto de 1937 que creó la Secretaría de Asistencia Pública, durante la administración de Lázaro Cárdenas, reconoció como atribuciones de esta dependencia la supresión de la mendicidad y otros vicios sociales y la prevención y eliminación de la miseria y la desocupación (DOF, 31 de diciembre de 1937: 1-2).

 

Estos cambios no trajeron, sin embargo, la eliminación de las representaciones preexistentes en torno a los pobres, sino que se articularon con las nuevas concepciones creando discursos heterogéneos que combinaban explicaciones individuales y estructurales de las causas de su condición. La tipología del pobre falso y criminal y el pobre verdadero se reforzó con nuevas instituciones y disposiciones legales que criminalizaron a los mendigos incluidos dentro del concepto de vagancia y malvivencia. El régimen posrevolucionario fue más allá que su predecesor al establecer en el artículo 38 constitucional como una de las causas de pérdida de la ciudadanía la “vagancia o ebriedad consuetudinaria” (Secretaría de Cultura; INEHRM, 2015c: 678).

 

A esta tipología los gobiernos posrevolucionarios sumaron una clasificación que organizaba a los pobres por su productividad, en concordancia con la centralidad que tuvo el valor del trabajo para el régimen. La pobreza legítima y estructural, aquella derivada de la explotación del patrón, era la de los trabajadores y requería la intervención del Estado tanto para regular las relaciones entre capital y trabajo, como para elevar sus niveles de vida mediante los servicios sociales. La pobreza por incapacidad requería la atención de la asistencia pública y privada para aliviar sus males y mantener su subsistencia. Mientras que la pobreza por elección, como concebían la mendicidad, debía ser perseguida.

 

La existencia de un sistema de relaciones diferenciado basado en la productividad tuvo consecuencias políticas. En la construcción del sistema político corporativista que dominó en el periodo posrevolucionario y las décadas siguientes los actores representados en las organizaciones sociales fueron los obreros y los campesinos. Aunque no sin problemas y limitaciones, estos grupos tuvieron mecanismos de interlocución y de exigencia a las instituciones estatales que no tuvieron los pobres excluidos del trabajo asalariado formal. Los pobres por decisión, como los denominaba el régimen posrevolucionario, en tanto criminales, perdían sus derechos políticos, mientras que los pobres menesterosos, sin contar con una vía institucional de interacción con los gobiernos de la época, dejaban en manos de estos la continuación de las acciones destinadas a mejorar sus condiciones. A esto se sumó que la relación entre los pobres y el Estado continuó basándose en el tutelaje, al predominar representaciones del pobre en las que aparecían como sumisos e indefensos. Esta concepción del pobre se profundizó con la transformación de la lógica de la Secretaría de Asistencia en 1937 y de su población objetivo que pasó de ser el pobre menesteroso a la población socialmente débil, mujeres y niños. En este caso la relación entre este sector y el Estado no se basó en el derecho en tanto la protección estatal de estos sectores era un medio para alcanzar beneficios generales: el desarrollo de la población desde el inicio de la vida y el fortalecimiento de la familia. Además, el carácter inferior y diferenciado que se le atribuía a las mujeres y niños desde esta perspectiva permite observar que la relación que mantenían con el Estado se mantuvo en la misma línea que durante el Porfiriato.

 

El desarrollo estabilizador (1960-1988). Durante este periodo el país, como América Latina en general y gran parte del mundo occidental de la posguerra, estuvo marcado por la expansión extraordinaria de la economía, con niveles de crecimiento del PIB real que llegaron durante las décadas de 1960 y 1970 a tasas promedio de 7.3% (Cárdenas Sánchez, 2015: 570); y por la crisis del modelo económico que derivó en su sustitución por el proyecto neoliberal que transformó, entre otras cosas, las funciones sociales del Estado. En el plano de las ideas, imperaba la teoría propuesta por John Maynard Keynes en su obra de 1936 Teoría general del empleo, el interés y el dinero, que cuestionaba el modelo clásico que había llevado a la gran depresión de 1929, y justificaba la intervención del Estado para alcanzar el pleno empleo, atenuar los efectos de las crisis y mantener el equilibrio económico. En Latinoamérica además, dominaba la importante discusión entre la teoría de la modernización y la teoría de la dependencia, que influyó en las políticas de desarrollo implementadas en la región. El impacto de este contexto en las relaciones entre el Estado mexicano y los pobres es indiscutible, como se verá.

 

En México la política económica de la época, formulada por el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público desde 1958 hasta 1970, Antonio Ortiz Mena, tuvo tres objetivos articulados entre si: alcanzar la estabilidad macroeconómica, el crecimiento económico y el bienestar social. En lo que respecta a este último, las diferentes administraciones sostuvieron que el crecimiento económico debía derivar en el desarrollo de la sociedad; a su vez, el gasto social y la política de bienestar debían tener el propósito de dotar a la población de los medios para ser útiles para el proyecto económico. En el caso de los pobres, los esfuerzos buscaban regresarles su productividad. Los servicios de salud, educación o seguridad social (a los que se sumaron los apoyos para vivienda, alimentación y consumo), que se expandieron de forma importante en estas décadas, eran concebidos como factores indispensables para el desarrollo económico. Así lo evidencia la postura planteada en los Lineamientos para el Programa Nacional de Desarrollo Económico y Social en torno al empleo —“tiene como propósito final elevar el nivel general de vida de la población. El empleo no es un fin en sí mismo, es el mecanismo más eficaz para conciliar el aumento del producto con la eliminación de la pobreza” (Gobierno de México, 1985: 87)— o las funciones sociales en materia de salud, educación y de impulso al campo —“son instrumentos que permiten mejorar la capacidad productiva de la fuerza del trabajo; representan un firme avance hacia la independencia externa, y en general, un mayor bienestar social” (Ibidem: 90).

 

En lo que respecta a la pobreza, el cambio más importante fue la centralidad que adquirió para el discurso estatal y la política social el concepto de marginalidad, para definir el problema de la exclusión del amplio sector de la población de los beneficios del desarrollo, en el lugar que hasta entonces habían ocupado los conceptos de mendicidad y pobreza. A diferencia de la pobreza, que había sido entendida por el Estado hasta entonces como una condición de privación derivada de los defectos de los sujetos y más recientemente, de factores estructurales, la marginalidad era entendida en términos relacionales: lo que distinguía a los marginados no eran sus características individuales sino su desintegración de la sociedad, su falta de participación en la vida colectiva, su ubicación en los márgenes y su exclusión del sistema de clases. Esta última situación marcaba una diferencia importante con respecto de la población en pobreza: el pobre, aun cuando ocupara el nivel más bajo de la jerarquía social, tenía una pertenencia de la cual carecía el marginado, incluso cuando, retomando a Simmel, su pertenencia estuviera marcada por su condición de asistido.

 

La centralidad de la marginalidad no derivó en la eliminación de la pobreza como problema público, sino que ambas coexistieron en un sistema de relaciones diferenciadas entre Estado y clases bajas. La política social de la época da cuenta de esta situación. En enero de 1977 se creó la Unidad Unidad de Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR) con el objetivo de “estudiar y proponer la atención eficaz de las necesidades de las zonas deprimidas y los grupos marginados” (DOF, 21 de enero de 1977: 3). Días antes se había creado el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) centrado en la población vulnerable y heredero de la política de beneficencia y asistencial implementada a lo largo del siglo XX. Aunque la población objetivo de ambas estrategias podía ser la misma, la lógica era distinta.

 

Esta transformación trajo consigo un reordenamiento de las relaciones entre sociedad y Estado: con los trabajadores mantuvo una relación basada en el derecho y la ciudadanía social, con la población vulnerable una basada en la asistencia social, y con los marginados una sustentada en la solidaridad social. Que la relación basada en la criminalización del pobre no aparezca en este orden no significa que haya desaparecido sino que, al ganar terreno la explicación de la pobreza como un problema de causas estructurales en detrimento de la explicación basada en características individuales, la culpabilización del pobre por su condición y por considerarlo un problema para la sociedad se hizo más disimulado. Como ejemplo cabe mostrar que si bien el mendigo se convirtió en sujeto vulnerable y por lo tanto era responsabilidad del DIF atenderlo, el artículo 38 de la Constitución mantuvo como factor de pérdida de ciudadanía la vagancia.

 

El diseño del sistema de bienestar desarrollista profundizó las diferencias entre estos tres grupos sociales. Los servicios de salud por ejemplo, eran brindados por instituciones de tres tipos: instituciones de seguridad social (con sus respectivas diferencias según se tratara de la afiliación del trabajador), instituciones de asistencia social e instituciones privadas. Si bien en este periodo los servicios de salud se universalizaron con la reforma al artículo 4 constitucional que reconoció el derecho a la protección de salud, la permanencia de sistemas de salubridad diferenciados, con coberturas, alcances y recursos distintos, mantuvo la desigualdad en el ejercicio de este derecho. Efectos similares tuvo la política habitacional que se impulsó en México durante el desarrollismo, al diseñarse a partir de dos grandes diferencias: la política de vivienda destinada a los trabajadores, que a partir de 1972 estuvo dirigida por el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT), y la política de vivienda popular mediante una serie de fondos entre los que destaca el Instituto Nacional para el Desarrollo de la Comunidad Rural y de la Vivienda Popular (INDECO) y su sucesor el Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO).

 

En lo que respecta a la dimensión política el Estado corporativista que surgió en la Posrevolución y se profundizó durante el periodo desarrollista, buscó reconocer y aglutinar a las organizaciones sociales populares como antes lo había hecho con los campesinos y los obreros. En 1943 se fundó la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) como la organización del Partido Revolucionario Institucional (PRI) destinada a integrar a los movimientos urbanos de los grupos marginados, la creciente clase media, pequeños productores y empresarios, que pronto “habría de ocupar muchas posiciones clave dentro del partido y, poco a poco, logró que más y más se diera prioridad a sus demandas sobre las de los tradicionales sectores campesino y obrero” (Meyer, 2000: 903). Sin embargo el título de popular que en otros espacios y acciones gubernamentales hacía referencia a los pobres y marginados no significó una mayor representación de estos sectores, en gran medida por la diversidad de sus integrantes, de ahí que las demandas populares fueran atendidas solo de manera puntual y sin modificar las estructuras económicas que mantenían el orden desigual. Además, la subordinación de las organizaciones, tanto de la popular como las obreras y campesinas, a los intereses del régimen provocó que estas no derivaran en una mayor participación de sus integrantes en la escena política nacional.

 

A pesar de que uno de los objetivos de la estrategia de desarrollo social era propiciar la participación de los marginados en la vida pública de sus comunidades, como solución al paternalismo predominante en los programas sociales, en la práctica los gobiernos desarrollistas se mantuvieron recelosos de su intervención en la esfera política. Así lo muestra por ejemplo la contención desde el Estado a cualquier expresión polítíca que no proviniera de las corporaciones campesinas, obreras y populares cercanas al régimen, e incluso la abierta represión a organizaciones como el Movimiento Urbano Popular, que exigía condiciones de vida dignas y acceso a la vivienda para los miles de pobres urbanos excluidos de los beneficios del desarrollo.

 

Esta desconfianza a la participación política de los pobres se observa también en la forma en que los actores estatales nombraban a los grupos provenientes de los sectores populares cuando osaban movilizarse. En los discursos políticos de la época los pobres y marginados aparecían mayormente como un grupo pasivo, que recibe y no exige, que necesita poco —“¡Los pobres se conforman con tan poco!” (Díaz Ordaz, 2006: 447)—; discursos que exaltaban su sufrimiento y no su agencia —“no estamos, en verdad como para hacer oídos sordos al callado sufrir de los de abajo” (Ibidem: 252)— y hacen énfasis en lo que no tienen y lo que no son —los que pisan descalzos nuestra tierra para ir a la escuela, lo que no han tenido padres responsables, los que han sufrido hambre, lo que no hablan español y tienen que enfrentar un medio hostil” (Echeverría Álvarez, 2006: 382). Por el contrario, cuando los discursos estatales hacían alusión a la participación política de los pobres y marginados, se resaltaban sus defectos —“creados en un ambiente de irresponsabilidad familiar, víctimas de la falta de coordinación entre padres y maestros, mayoritariamente niños que fueron de lento aprendizaje; adolescentes con un mayor grado de inadaptación en la generalidad” (Ibidem: 180)— y su manipulabilidad —fácilmente manipulables por ocultos intereses políticos nacionales o extranjeros que hallan en ellos instrumentos irresponsables para estas acciones de provocación en contra de nuestras instituciones” (Ídem); “[Cuahutémoc] Cárdenas jaló a los grupos de marginados urbanos. Su táctica, hábil pero irresponsable, fue pepenar inconformidades y agitadores” (De la Madrid, 2013: 1430). Se observa pues que, no obstante la transformación conceptual del fenómeno de la pobreza, ganando terreno una explicación basada en factores estructurales, en lo que respecta a las capacidades políticas de los pobres, la postura estatal no varió mucho si se compara con la que mantuvo la élite porfirista.

 

 

Las representaciones sobre los pobres en el mantenimiento de la desigualdad política

 

Como se observa a lo largo del siglo XX el Estado mexicano mantuvo un sistema de bienestar que, si bien fue extendiendo su cobertura y avanzó hacia la universalización en el caso de algunos servicios sociales, se sostuvo sobre la diferenciación en las relaciones entre Estado y sociedad, que ni los logros en el reconocimiento de los derechos sociales ni en la igualdad jurídica pudieron erradicar. En el núcleo de la diferencia se encuentra la permanencia de un imaginario que justifica la desigualdad entre grupos sociales, y en particular, unas representaciones sobre los pobres que, aunque fueron modificándose hasta reconocer la responsabilidad del Estado de atender las causas del problema y mejorar sus condiciones de vida, no cambiaron lo suficiente para aceptar su igualdad. La importancia de estas representaciones en el mantenimiento de la desigualdad es indudable, como señala Piketty:

 

En cada época se genera un conjunto de discursos e ideologías que tratan de legitimar la desigualdad tal como existe o debería existir, así como de describir las reglas económicas, sociales y políticas que permiten estructurar el sistema. De la confrontación entre esos discursos e ideologías, que es al mismo tiempo intelectual, institucional y política, surgen generalmente uno o varios relatos dominantes en los que están basados los regímenes desigualitarios existentes en cada momento (2020: 13).

 

La revisión histórica anterior muestra que en el caso mexicano de todas las construcciones ideológicas que mantienen la desigualdad, aquellas en torno a los pobres son particularmente estables. Las representaciones del pobre se mantuvieron sin cambios profundos desde inicios de siglo, sostenidas por élites políticas e intelectuales que justificaban su inferioridad con base en argumentos racistas y evolucionistas. También resistieron a la transformación radical del aparato estatal a partir de la Revolución de 1910 que removió el aparato burocrático, cambió la élite política y denunció (aunque no eliminó) la explotación de los obreros y campesinos. Décadas después, cuando los gobiernos desarrollistas confirieron un papel preponderante a los marginados en las estrategias de desarrollo social, las relaciones Estado y sociedad basadas en la desigualdad se mantuvieron, y se mantienen todavía.

 

Una hipótesis que surge de la experiencia mexicana del siglo XX para explicar la estabilidad de las representaciones sobre los pobres, a pesar de los cambios en las ideologías dominantes y en los grupos en el poder es que, a diferencia de las representaciones sobre otros grupos sociales como los trabajadores y los campesinos, que tendieron a la unificación, estas se basan en la diferenciación de los sujetos que componen este conjunto, tanto de sus características como de su condición moral. En el imaginario social existe una pobreza legítima y una ilegítima. Aunque los parámetros para definir cada una han cambiado (la calidad moral del pobre para la tradición cristiana, la productividad), se mantiene la convicción de que existen pobres a los que hay que ayudar y otros a los que no porque, como se pensaba en el Porfiriato, se afectaría el progreso de la raza mexicana, o como se pensaba en épocas más recientes, se corre el riesgo de mantener sus vicios y defectos. Como señala Kalifa la profesionalización de la ayuda a los pobres, “[la ciencia de la pobreza] establecida en tipos morales, transforma a los pobres en sospechosos, hasta en inculpados, obligados a justificarse tanto moral como socialmente” (2018: 126).

 

Esta diversidad de las representaciones sobre los pobres deriva en la dificultad de estos sujetos para organizarse en torno a una causa común más allá de atender un problema inmediato. La complejización de la pobreza con el surgimiento de una división basada en el trabajo provocó en México que los pobres que tenían un trabajo asalariado se organizaran para hacer demandas en materia laboral; en el caso de la población rural, que en su mayoría se encontraba en condiciones de pobreza hizo lo mismo en el periodo posrevolucionario para exigir el reparto de tierras y apoyos para trabajarlas. El pobre que solo es pobre aparece en el imaginario como aquel que necesita de la ayuda social para su subsistencia, situación que recuerda los planteamientos de Simmel al respecto:

 

El mero hecho de que alguien sea pobre no basta, como hemos señalado, para incluirlo en una determinada clase social.(…) Sólo en el momento en que son socorridos (a menudo tan pronto como sus situaciones lo exijan, aunque no reciban ayuda) entran en un círculo caracterizado por la pobreza (2014: 89).

 

El impacto que tiene la reproducción de esta construcción simbólica de la desigualdad en las capacidades políticas de los pobres no es menor. El abismo entre la élite porfirista y los pobres no solo se construyó sobre políticas económicas que permitieron la concentración de la riqueza en pocas manos, —muchas de ellas extranjeras—, favores extraoficiales que privilegiaron a los hombres cercanos al presidente que de por sí ya pertenecían a una clase acomodada y disposiciones jurídicas como las leyes de terrenos baldíos que permitieron el despojo de tierras de indígenas y campesinos. La separación también se sostuvo sobre diferencias culturales. Como afirma Pérez Sáinz a partir de Araya Espinoza, “la distancia entre el mundo de los superiores por posiciones económicas se reforzaba por la 'superioridad cultural' que las buenas costumbres iban delineando como pruebas de una moral superior” (2014: 394). De ahí que para que el pobre participara en la toma de decisiones había que civilizarlo primero. Más que un derecho en tanto miembro de la colectividad, en el caso de los pobres los servicios sociales eran la vía para convertirlo en el ciudadano que una nación moderna necesitaba.

 

Llama la atención la estabilidad de estas representaciones en particular, que les permitió sobrevivir a la Revolución de 1910. Los revolucionarios desplazaron los actores en el poder y rechazaron sus agendas pero, curiosamente, mantuvieron sus discursos sobre el pobre incluso cuando las corrientes ideológicas en las que se sostenían entraron en desuso. El caso de la persecución de la mencididad es un ejemplo de ello. En 1845 se incluyó la mendicidad a las 21 prácticas consideradas dentro del concepto de vagancia, la cual desde la Colonia representaba un delito (Arrom, 1989: 220), puesto que fomentaba acciones deleznables como la ociocidad y la mala vida. Sin embargo, una mirada más atenta al concepto de vagancia permite observar que lo que se perseguía era la cultura de la pobreza (Falcón, 2002: 124): la definición de vagancia de 1845 incluía actividades que se asociaban a los pobres, como el pedir limosna, el ambulantaje o vivir sin una profesión que brindara los medios para subsistir (Arrom, 1989: 231-232).

 

La criminalización de la mendicidad no solo se mantuvo durante la Posrevolución debido en gran medida al rechazo del régimen a la improductividad voluntaria, sino que se incorporó a la Constitución de 1917 con el reconocimiento de la vagancia (junto con la ebriedad consuetudinaria) como motivo para la suspensión de los derechos y prerrogativas de ciudadanía, entre ellos los derechos políticos de asociación y votar y ser votado, esenciales para participar en la vida democrática del país. Cabe mencionar que la fracción IV del artículo 38 que establece lo anterior se mantiene vigente y sin ninguna reforma hasta la actualidad (incluso es uno de las pocas fracciones de la carta magna que mantienen la misma redacción desde 1917), a pesar de varios proyectos de reforma como el presentado en 2019, que proponía eliminar esta fracción por considerarla discriminatoria puesto que “parece un acto de separación por una condición social, económica o personal” (Robles y Martínez Ruiz, 2019: s/n).

 

Incluso en el periodo desarrollista el acceso de los pobres a los espacios de toma de decisiones se vio limitado, a pesar de los cambios relevantes de la época en lo que respecta al abordaje que desde el Estado se hizo sobre la pobreza, como el reconocimiento de las causas estructurales de este problema, la centralidad de la noción de “lo popular” en el sistema de bienestar y la creación de organizaciones que integraran miembros de los grupos populares urbanos que habían quedado excluidos del aparato corporativista emanado de la Posrevolución. El clientelismo y el paternalismo, prácticas recurrentes del Estado desarrollista, perpetuaron una relación con los pobres basada en la subordinación, el tutelaje y el uso político de estos grupos que poco hizo por eliminar las representaciones del pobre como un sujeto con poca conciencia cívica, como lo había catalogado Bulnes a inicios del siglo. Las organizaciones populares oficiales como la CNOP, sufrieron el mismo destino de sus homólogas al ser utilizadas para mantener control sobre los grupos sociales y preservar así la estabilidad del régimen: “la incorporación política formal contribuye a legitimar al gobierno. Al mismo tiempo hace que los grupos compartan la responsabilidad por la política del gobierno, que ellos no han contribuido a trazar y que con frecuencia los discriminan” (Eckstein, 1982: 249). Al mantenimiento de estas relaciones clientelares contribuyó en gran medida el diseño desigual del sistema de bienestar. Los servicios sociales para los pobres se basaron más en relaciones de dependencia hacia el Estado que los servicios destinados a los trabajadores. Tal fue el caso de los fondos para la vivienda popular que con frecuencia se otorgaban a organizaciones afiliadas al PRI (Ramírez Saiz, 1993: 17). Como puntualiza Eckstein, el acceso de los pobres a los servicios sociales requirió en no pocas ocasiones comprometer su capacidad política: “es también paradójico el que la fuerza política de los grupos sea socavada precisamente cuando su eficacia parece haber aumentado al máximo: cuando reciben tierra, instalaciones públicas y otros beneficios por parte del estado” (1982: 250).

 

 

Otras formas de participación política de los pobres

 

Aun así, una perspectiva histórica del problema muestra numerosas experiencias que en primer lugar, ponen en entredicho la representación de los pobres como sujetos apolíticos y en segundo lugar, evidencian que ante la dificultad de este grupo de participar en la esfera política por vías institucionales, han recurrido a otras formas de presión, exigencia y negociación. Arrom rescata el caso del motín del Parián de la Ciudad de México en 1828, “el primero en 136 años y el único en gran escala durante el siglo XIX”, que reunió a 5000 personas cuyo único punto en común era su situación de pobreza (2004: 84). Por su parte Falcón describe las acciones de los pobres del campo durante el Porfiriato, que iban de las acciones cotidianas e inocuas como aludir a su desconocimiento del marco legal para escapar de castigos, el aprovechamiento de los huecos legales y la resistencia silenciosa, lo que deja entrever el uso a su favor de las representaciones que los mostraban como ignorantes; hasta la amenaza del uso de la fuerza como el último recurso de los de abajo (2015: 487-588). En una línea similar, durante la Posrevolución los pobres utilizaron sus carencias como un recurso para granjearse el favor de los presidentes de la época, utilizando para su beneficio la revalorización de la pobreza que emanó de la Revolución. No fueron pocas las peticiones de campesinos que, aludiendo a su pobreza, exigían se les proporcionaran tierras en el marco de la política agraria (DOF, 10 de septiembre de 1936: 12), y las misivas de los trabajadores informales o desempleados dirigidas a los presidentes posrevolucionarios que, desde su condición de pobreza, pedían trabajo, atención médica y otro tipo de servicios que concebían como favores.

 

Otras experiencias son las de los movimientos urbanos populares que desde su condición de marginación saltaron a la escena pública para exigir, basados en una perspectiva de derecho, el acceso a servicios sociales y la disminución del costo de las rentas. Tal fue el caso del movimiento inquilinario que comenzó en Veracruz en la década de 1920 y que de acuerdo con Durand “fue quizá el movimiento político y de masas más consistente de la década, con mayor cobertura en todo el país y con un grado elevado de participación y efusión popular” (Durand, 1989: 62). En la década de 1970 el Movimiento Urbano Popular toma mayor fuerza con acciones que iban desde las peticiones y la formación de uniones de colonos hasta la ocupación de tierras para exigir soluciones al problema de vivienda que el proyecto de desarrollo desigual generó.

 

Lo que estos casos tienen en común, además de ser formas de intervención política que van más allá de la vía democrática por excelencia, el voto, es la actuación desde la condición de marginación. Mientras que la participación a través del voto se basa en el supuesto de la igualdad de todos los ciudadanos, los sujetos antes mencionados se apropian de la diferencia y las características que la sociedad le atribuye como recursos para hacer demandas u obtener beneficios que por la ruta institucional sería más complicado obtener. Si bien, como los autores citados reconocen, estas experiencias no están libres de complicaciones y claroscuros ni pueden ser consideradas expresiones puras de la conciencia de los pobres ya que en algunos casos intervinieron otros intereses y otros actores, sí permiten reflexionar sobre las capacidades políticas de estos sectores que van más allá de lo que el Estado y la sociedad dictan.

 

 

Conclusiones

 

Las discusiones aquí planteadas demuestran la estrecha interrelación entre desigualdad económica, pobreza y desigualdad política de manera que los esfuerzos por eliminar dichas problemáticas deben ir más allá de la satisfacción de las necesidades básicas de la población en situación de pobreza y la puesta en marcha de medidas redistributivas, para realizar acciones destinadas a fortalecer las capacidades políticas y la representación efectiva de los pobres en la escena pública. De lo contrario se corre el riesgo de perpetuar relaciones entre el Estado y estos grupos basadas en el tutelaje y el clientelismo.

 

Asimismo, es necesario tomar en consideración la noción del poder en los estudios sobre la desigualdad, no solo el poder de las élites económicas para frenar la redistribución de la riqueza sino también el poder de las élites políticas para construir representaciones que legitiman la diferencia. Como sostiene Castoriadis el mantenimiento de las instituciones, ya sea un orden económico, un sistema de derecho, una religión, no depende únicamente de las funciones que desempeña, requiere también de una dimensión simbólica: “las instituciones no se reducen a lo simbólico, pero no pueden existir más que en lo simbólico” (2013: 187). Incorporar al análisis de la desigualdad el poder simbólico permite observar en toda su complejidad el problema del poder y su intervención en la persistencia de la desigualdad.

 

Por último, se espera que el ejercicio realizado en este trabajo ejemplifique la relevancia de estudiar la pobreza y la desigualdad a través de diferentes lentes analíticos. Como resalta Klein la apertura reciente de las ciencias sociales a la historia, ha traído beneficios a los estudios sobre desigualdad (pero no solo a estos), puesto que “la historia es realmente uno de los mejores laboratorios para observar tendencias y probar diversas hipótesis” (2021: 1460). Esta mirada histórica es de gran utilidad también para realizar abordajes empíricos sobre conceptos como el Estado y sus funciones por lo que la articulación entre la teoría general y la historia se vuelve una herramienta valiosa para ahondar en la comprensión de los problemas sociales.

 

 

Bibliografía

ARROM, S. M. (1989). Documentos para el estudio del Tribunal de Vagos, 1828-1948. Respuesta a una problemática sin solución. Anuario Mexicano de Historia del Derecho, I, 215-235.

ARROM, Silvia. M. (2004). Protesta popular en la ciudad de México: el motín del Parián en 1828. En S. M. Arrom, & S. Ortoll, Revuelta en las ciudades. Políticas populares en América Latina S. Ortoll, Trad., págs. 83-116). México: Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa; El Colegio de Sonora.

ARROM, Silvia M. (2016). Reflexiones sobre la historia de la asistencia social: una visión crítica del relato nacionalista. Ulúa. Revista de historia, sociedad y cultura, 197-212.

BAYÓN, María Cristina (2015). La integración excluyente. Experiencias, discursos y representaciones de la pobreza urbana en México. México: UNAM; Bonilla Artigas Editores.

BULNES, Francisco (2016). Cualidades del crítico. Selección. México: Cámara de Diputados. LXIII Legislatura.

CÁRDENAS Sánchez, Enrique (2015). El largo curso de la economía mexicana. De 1780 a nuestros días. México: El Colegio de México y Fondo de Cultura Económica.

CASTORIADIS, Cornelius (2013). La institución imaginaria de la sociedad. México: Tusquets Editores.

CORTÉS, Fernando. (2012). Desigualdad económica en México: enfoques conceptuales y tendencias empíricas. Estudios Sociológicos, 30, 157-189.

DE LA MADRID, Miguel. (2013, edición electrónica). Cambio de rumbo: Testimonio de una Presidencia, 1982-1988. México: Fondo de Cultura Económica. Disponible en: https://es.everand.com/read/482623157/Cambio-de-rumbo-Testimonio-de-una-Presidencia-1982-1988

DÍAZ ORDAZ, Gustavo. (2006). Informes presidenciales . México: Cámara de Diputados. LX Legislatura.

DIRECCIÓN GENERAL DE BENEFICENCIA PÚBLICA (1905). Informe sobre beneficencia pedido por el Señor Secretario de Gobernación. México: Archivo Histórico de la Secretaría de Salud.

DURAND, Jorge (1989). Huelga nacional de inquilinos: los antecedentes del movimiento urbano popular en México. Estudios sociológicos, 61-78.

ECHEVERRÍA Álvarez, Luis. (2006). Informes presidenciales. México: Cámara de Diputados. LX Legislatura.

ECKSTEIN, Susan. (1982). El estado y la pobreza urbana en México. México: Siglo XXI Editores.

ELLIS, Christopher. (2017). Putting Inequality in Context: Class, Public Opinion, and Representation in the United States. Michigan: University of Michigan Press.

FALCÓN, Romana. (2002). México descalzo. Estrategias de sobrevivencia frente a la modernidad liberal. México: Plaza y Janés.

FALCÓN, Romana. (2015). El jefe político: un dominio negociado en el mundo rural del Estado de México 1856-1911. México: El Colegio de México, El Colegio de Michoacán y Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.

GIROLA, Lidia. (2000). Representaciones e Imaginarios sociales. Tendencias refientes en la investigación. En E. De la Garza Toledo, & G. Leyva, Tratado de metodología de las ciencias sociales: perspectivas actuales (págs. 402-431). México: Fondo de Cultura Económica.

GOBIERNO DE MÉXICO (1985). Antología de la Planeación en México. 1917-1985 (Vol. 4. Planeación económica y social (1970-1976). México: Fondo de Cultura Económica; Secretaría de Programación y Presupuesto.

JODELET, Denise. (2000). Representaciones sociales: contribución a un saber sociocultural sin fronteras. En D. Jodelet, & A. Guerrero Tapia, Develando la cultura. Estudios en representaciones sociales (págs. 7-30). México: UNAM.

KALIFA, Dominique. (2018). Los bajos fondos: historia de un imaginario. México: Instituto Mora.

KLEIN, Herbert S. (2021). Estudiar la desigualdad: contribuciones de historia. Historia mexicana, 70(3), 1437-1474.

LORENZO Río, María Dolores. (2011). El Estado como benefactor. Los pobres y la asistencia pública en la Ciudad de México 1877-1905. México: El Colegio de México y El Colegio Mexiquense.

MEYER, Lorenzo. (2000). De la estabilidad al cambio. En C. d. Históricos, Historia general de México. Versión 2000 (págs. 881-943). México: El Colegio de México.

MINISTERIO DE JUSTICIA E INSTRUCCIÓN PÚBLICA. (1872). Código penal para el Distrito Federal y Territorio de la Baja-California sobre deliteos del fuero común . México: s/e.

MORALES Moreno, Humberto. (2016). Pastor Rouaix y su influencia en el constitucionalismo social mexicano. México: Suprema Corte de Justicia de la Nación.

PAUGAM, Serge. (2007). Las formas elementales de la pobreza. Madrid: Alianza Editorial.

PÉREZ Sáinz, Juan Pablo. (2014). Mercados y Bárbaros. La persistencia de las desigualdades de excedente en América Latina. San José: FLACSO.

PIKETTY, Thomas. (2020). Capital e ideología. Ciudad de México: Grano de Sal.

RAMÍREZ Saiz, Juan Manuel. (1993). La vivienda popular y sus actores. México: Red Nacional de Investigación Urbana; Universidad de Guadalajara.

ROBLES, Benjamín, & Martínez Ruiz, Maribel (2 de Abril de 2019). Sistema de Información Legislativa. Obtenido de sil.gobernacion.gob.mx: http://sil.gobernacion.gob.mx/Archivos/Documentos/2019/04/asun_3871486_20190429_1554235023.pdf

RUIZ Pérez, Leobardo C., Viesca T., Carlos, Martínez Cortés, Carlos, & Fajardo Ortiz, Guillermo et. al. (2017). Antecedentes y evolución de la salubridad pública en el México independiente. En F. Gutiérrez Domínguez, Secretaría de Salud: la salud en la Constitución mexicana (págs. 23-72). México: Secretaría de Cultura, INEHRM, Secretaría de Salud.

SECRETARÍA DE CULTURA; INEHRM. (2015). Diario de los Debates del Congreso Constituyente 1916-1917 (Vol. I). México: Secretaría de Cultura; INEHRM.

SECRETARÍA DE CULTURA; INEHRM. (2015). Diario de los Debates del Congreso Constituyente 1916-1917 (Vol. II). México: Secretaría de Cultura; INEHRM.

SECRETARÍA DE CULTURA; INEHRM. (2015). Diario de los Debates del Congreso Constituyente 1916-1917 (Vol. III). México: Secretaría de Cultura; INEHRM.

SIERRA, Justo. (2018). Evolución política del pueblo mexicano. México: Partido de la Revolución Democrática.

SIERRA, Justo. (1919). Discursos. México: Herrero Hermanos Sucesores.

SIMMEL, Georg. (2014). El pobre. Madrid: Sequitur.

SIMMEL, Georg. (2015). Sociología: Estudios sobre las formas de socialización. México: Fondo de Cultura Económica. Edición electrónica, disponible en: https://es.everand.com/read/482629374/Sociologia-Estudios-sobre-las-formas-de-socializacion

TAYLOR, Charles. (2006). Imaginarios sociales modernos. Barcelona: Paidós.

VAN DIJK, Teun A. (2003). La multidisciplinariedad del análisis crítico del discurso: un alegato en favor de la diversidad. En R. Wodak, & M. Meyer, Métodos de análisis crítico del discurso (págs. 143-177). Barcelona: Gedisa.

VAN DIJK, Teun A. (2009). Discurso y poder. Contribuciones a los Estudios Críticos del Discurso. Barcelona: Gedisa.

WODAK, Ruth. (2003a). De qué trata el análisis crítico del discurso (ACD). Resumen de su historia, sus conceptos fundamentales y sus desarrollos. En R. Wodak, & M. . Meyer, Métodos de análisis crítico del discurso (págs. 17-34). Barcelona: Gedisa.

WODAK, Ruth. (2003b). El enfoque histórico del discurso. En R. Wodak, & M. (. Meyer, Métodos de análisis crítico del discurso (págs. 101-142). Barcelona: Gedisa.

 Diario Oficial de la Federación

REGLAMENTO del Hospital General de la Ciudad de México (concluye), Secretaría de Gobernación, Diario Oficial Estados Unidos Mexicanos, 19 de junio de 1905; Disponible en: https://hndm.iib.unam.mx/consulta/publicacion/visualizar/558075be7d1e63c9fea1a224?anio=1905&mes=06&dia=19&tipo=publicacion

SOLICITUD de dotación de ejidos presentada por los vecinos de San Mateo Xalpa, D. F, Departamento del Distrito Federal, Diario oficial de la Federación, 10 de septiembre de 1936, disponible en: https://dof.gob.mx/index_111.php?year=1936&month=09&day=10#gsc.tab=0

DECRETO que modifica la Ley de Secretarías y Departamentos de Estado, creando la Secretaría de Asistencia Pública, Secretaría de Gobernación, Diario oficial de la Federación, 31 de diciembre de 1937; disponible en: https://dof.gob.mx/index_111.php?year=1937&month=12&day=31#gsc.tab=0

ACUERDO por el que el Ejecutivo Federal contará con la Unidad de Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados, Secretaría de Gobernación, Diario Oficial de la Federación, 21 de enero de 1977; disponible en: https://dof.gob.mx/index_111.php?year=1977&month=01&day=21#gsc.tab=0



[1] Las discusiones que se presentan en este trabajo derivan de la investigación realizada por la autora en sus estudios de doctorado, bajo la dirección del Dr. Agustín Escobar Latapí. Agradezco al CIESAS y al Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (CONAHCYT) por los recursos y el respaldo que hicieron posible esta investigación, así como a los dictaminadores/as cuyos comentarios contribuyeron a precisar discusiones centrales de este artículo.